Estos días son de oraciones, letanías o jaculatorias. Aún me estremezco con nostalgia al recordar cómo se escuchaban las campanadas que bajaban de las torres del templo y venían a retumbar en cada una de las paredes del vecindario, apenas acababa de pasar aquella devota mujer que se cubría la cabeza con un amplio manto negro que le ocultaba el rostro, musitando plegarias en un murmullo que apenas se alcanzaban a oír, llevando en las manos un rosario. Ya arrodillada, si uno estaba dentro de la galería que olía a sahumerio, cerca podía oírsele: ... meditemos los pasos de vuestra Sagrada Pasión y muerte... ten misericordia de las almas del purgatorio, que repetía una y otra vez mientras con voz quejumbrosa susurraba el Decenario de la Pasión. En mis años de infancia escuchaba las frases que manaban de los labios de aquella santa beata, que con gran fervor y unción repetía varias veces, a cuyo término, cada vez, pedía por las almas de los fieles difuntos, añadiendo: por las cuales Señor has recibido tormento de cruz.
Eran días tranquilos, en que nada perturbaba la paz que reinaba a nuestro alrededor. Había un sol que con sus rayos deslumbraba ese centro del universo que, en aquel entonces, era nuestra calle. Los coches se movían lentamente. No había prisas. Los días transcurrían lentamente. A lo lejos se escuchaba el silbato de la locomotora que arribaba a la estación. Las gentes se daban cita, como si se tratara de un espectáculo, para simplemente mirar a los pasajeros que bajaban de los vagones y el ajetreo que esto provocaba. En plataformas de madera con enormes ruedas colocaban cajas que eran guardadas en alguna de las bodegas. Los trabajadores de patio con grandes aceiteras le inyectaban por las chumaceras aceite a las ruedas, que al moverse la locomotora lo hacía con lentitud, afianzándose a los rieles, patinando en veces, hasta que agarraba velocidad, desapareciendo en la lontananza donde aún se alcanzaba a ver lo que llamábamos cabuz, pintado de amarillo. A su paso la tierra parecía temblar dejando, por el chacuaco de la máquina, un espeso humo que le daba al paisaje un sabor único.
Bien que lo sé, eran días provincianos. Aún no se atrevían a desaparecer el tranvía que corría, es un decir, de Torreón a Lerdo. Se desplazaba despaciosamente como si estuviera reumático, bajando el conductor constantemente para reponer en su sitio los brazos que se conectaban a la electricidad, por la calle Múzquiz después de atravesar al padre Nazas, por uno de los tres macizos puentes, cuya presencia era emblemática de esta región. Aún el agua se deslizaba en veces turbulenta, en otras mansamente por el cauce del río. Los laguneros aún bailaban al compás de la polka "De Torreón a Lerdo". Había fiesta cuando llegaba la avenida del río a nuestra Comarca, descorchándose aún botellas de espumoso champagne cuyo contenido era vaciado por la alegría que se apoderaba de antiguos agricultores, que regaban sus tierras con grandes aniegos.
Por las redes de Internet encontré sin buscar, una corta oración, no exenta de humor, que me atrevo a transcribir tal cual, tomando las cosas que están sucediendo, lo más a la ligera que se pueda dadas la circunstancias. Sin que, a mi juicio, constituya un sacrilegio en esta Semana Santa, más bien es un recordatorio, atentos a los tiempos que nos han tocado vivir, letanía que dice así:
San Timoteo, protégeme del tiroteo; San Antón, cuídame de un levantón; San Efrén, que no me toque retén; Santa Librada, que no me alcance granada, ni rafagueada; Santa Lucía que no me asalte la Policía; San Nicanor, ocúltame del secuestrador y también del Procurador; Santa Constanza, que no me toque matanza; San Primitivo, sálvame del cuerno de chivo; San Valeriano defiéndeme de los chicos malos de Bibiano.
En fin, se repite tres veces, si a pesar de eso te asaltan quiere decir una de tres cosas, que ya te tocaba por salado, que no rezas con devoción o que tú mismo, no le busques más, eres un desalmado malhechor.