Hace ya varios años que leí el libro de Juan Puig sobre la matanza de los chinos en Torreón en 1911, Entre el río Perla y el Nazas. A pesar de ser una investigación con rigor histórico, sus páginas me estremecieron porque si bien había oído hablar de la masacre, desconocía su magnitud y el terror con el que se vivió aquellos aciagos días en mi ciudad. La piel se me erizaba al ir conociendo la crueldad con la que perdieron la vida un poco más de 300 chinos en unos cuantos días. Sólo para dar una idea, cito del libro: "...los soldados de Argumedo irrumpieron en el edificio Wah Yick. Ninguno de los ocupantes quedó con vida. El crimen se perpetró en las mismas habitaciones donde se habían querido refugiar. Los cadáveres, 24 cadáveres, quedaron amontonados en la calle, y la gente corrió a descalzarlos; hubo jinetes de la fuerza revolucionaria que lazaron algunos de ellos -entre los que no faltaban mutilados-por los pies, y otros por el cuello, y se los llevaron arrastrando al galope a muchas cuadras de allí, de suerte que, si la especie de los descuartizamientos con tirones de caballos no es cierta, de aquí pudo haber tomado su origen. A través de una de las ventanas del edificio, alguien arrojó a la calle una cabeza humana: la cabeza de un chino".
A este libro le debo la reflexión sobre aspectos que nunca antes observé sobre la revolución mexicana. Con esa nueva mirada me acerqué a las fotografías de Casasola: aquélla de un cuerpo calcinándose en plena calle, al que otros hombres miran sin horror tapándose la nariz con un pañuelo; otras de gente muy herida siendo transportada al hospital; niños muy pequeños con uniforme y fusil al hombro, en pie de lucha, pero quienes seguramente fallecieron junto a su padre. También leí hace poco, con ojos distintos, la tortura y muerte de Gustavo Madero, hermano de don Francisco, quien sufrió lo indecible como venganza, por haberle advertido a su hermano presidente que desconfiara de Victoriano Huerta.
Comencé a hacerme preguntas como estas: ¿qué secuelas psicológicas -diríamos ahora-dejó la revolución? ¿Qué pasó con las viudas, los huérfanos? En el caso de la matanza de los chinos, ¿cómo pudo la sociedad torreonense mirarse a los ojos después de aquellos acontecimientos, si los agresores y los agredidos convivían en el mismo lugar? ¿Se logró restituir el famoso "tejido social" con el que los sociólogos nombramos científicamente a las relaciones sanas de convivencia en un mismo barrio? ¿Hubo "buenos" y "malos" en la Revolución mexicana, si todos, finalmente, fueron agresores? ¿Qué se gana después de una guerra, si los ciudadanos quedan atemorizados, inseguros? ¿Cómo se forma a las nuevas generaciones después de haber experimentado angustia, terror, indefensión, saña, sin que estos sentimientos sean tratados o asimilados? ¿Cómo educan quienes agredieron y masacraron a sus vecinos?
Lamentablemente, estas interrogantes pueden estar en la mesa después de 100 años de que la Revolución mexicana comenzó ¿Qué podemos esperar de este entorno grotesco en que todos -víctimas o victimarios- estamos inmersos en la experiencia? ¿Cómo interpretar -desde hoy y en La Laguna-la Revolución mexicana? ¿Es que hay guerras que deben glorificarse y otras que no? ¿Se justifican los crímenes por el bien común?
No tengo respuestas, sólo dudas. Creo que no se ha recuperado este aspecto de la Revolución, pero quizá podría iluminar nuestro contexto. Quizá algo se pueda prever en el libro de Fernando M. González, La Guerra de las memorias. El historiador y psicoanalista estudió las consecuencias de las guerras en las generaciones subsecuentes, de quienes se incriminaron en algunas particularmente difíciles: la Alemania nazi en la segunda guerra mundial y la Argentina de la dictadura 1976 y 1983. A partir de materiales de entrevistas con hijos de los involucrados, se observa las dificultades de resolver esta experiencia. Por ejemplo, una mujer nacida en 1944, cuyo padre trabajó en Auschwitz, se impresionaba de la "terrible objetividad" con la que su progenitor hablaba de las vivencias en el campo: "Todo sonaba tan sencillo y tan lógico cuando lo contaba él. Hasta las peores atrocidades sonaban como relatos de viaje". Sin embargo, González señala que no hay moldes únicos. Hay quienes se avergonzarían de sus padres criminales si se culparan. Susana, otra mujer cuyo padre participó en la Alemania nazi, decía que se abochornaría de un papá que confesara sus culpas, se desahogara y se compadeciera de sí mismo. Sin embargo otro alemán desdeña cambiarse el apellido -como muchos le recomiendan-para deshacerse de la imagen de su tío, un criminal de la guerra. Él considera que es importante expiar la falta de su familiar "Yo cargaba sobre mí el peso de sus crímenes. Yo era responsable. No me siento con el derecho a tener niños, los cuales podrían sufrir por ser Heydrich, es por eso que no me he casado". Rudolf, por su parte, descubre en su identidad homosexual un modo de "castigar" a sus padres -una pareja nazi-como los llama. Stephanie, encarna a aquellos que se sienten orgullosos de su antepasado criminal "A mi abuelo lo conozco por fotografías, tenía un aspecto grandioso. El uniforme negro, las botas (...) apuesto a que todos le temían. A mi padre le sucede lo contrario, él tiembla ante todos (...) digan lo que digan sobre los nazis, una cosa es cierta. Se veían formidables". Para Hilda, nacida en 1936 -una niña cuando comenzó la segunda guerra- hija de un abastecedor de diferentes campos de concentración, cuestiona a sus padres en un momento dado diciendo: "¡ustedes creen que me pueden hacer tragar que ignoraban la existencia de los campos de concentración, cuando yo desde la edad de los 6 o 7 años ya los sabía! La madre -dice González-aprovecha para decirle que se trataba de rumores y que nadie estaba realmente seguro de nada, ante lo que ella duda. A este proceso le llaman una doble muralla: "...los padres han erigido una muralla que encierra sus propias angustias relativas a las atrocidades que han cometido o visto -o dejado- cometer y sus hijos, a su vez han reaccionado (especularmente) construyendo la suya propia. Si unos u otros se deciden a salir, se estrellan con la segunda". El historiador alude a otras dificultades que los hijos o nietos parecen tener. Por ejemplo preguntarse, "¿por qué mis padres no tuvieron el valor y la fuerza para resistirse a participar, para no ser cómplices?
No dudo que la Revolución mexicana haya tenido repercusiones importantes en la vida nacional: sabemos que la cultura y el arte, por ejemplo, florecieron con un lenguaje nuevo. Sin embargo, no sé si nos faltó elaborar esa experiencia para impedir la violencia actual: propios y extranjeros nos encontramos sorprendidos con las formas tan bárbaras y salvajes de nuestra guerra actual, que antes criticábamos de países como Irak. Queda el aliento al saber de propuestas como las de Espere (Escuelas del Perdón y la Reconciliación), que nos pueden dar esperanza de la construcción de un México diferente.
Lorellanatrinidad@yahoo.com.mx