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Las torres de Babel (I)

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, un servidor recibió clases de catecismo, como parte de una formación académica encaminada a quitarme lo animal y salvar mi alma inmortal, ambas cosas de manera simultánea. Y dado que en aquel entonces el magisterio todavía era un apostolado, no había caído en manos de un endriago femenino y estaba más alfabetizado que sus alumnos, creo que se cumplió con ambos objetivos... aunque algunos duden del primero y el segundo todavía esté por verse.

El caso es que la clase de catecismo era asunto serio. Había que saberse las lecciones al dedillo, so pena de terminar tatemándonos en el infierno en compañía de comunistas, masones y otros malos bichos que (nos aseguraban) iban a dar a tan sofocante lugar en picada y sin tocar baranda. Pese a ello, había temas y situaciones que inquietaban incluso a quienes con toda razón recibíamos el epíteto de mocosos (nasales y cerebrales).

Por ejemplo, la historia de la Torre de Babel nunca me terminó de convencer. En caso de que el amable lector haya sido catequizado por las huestes de Elba Esther (y por tanto es un perfecto ignorante, como lo confirman todas las pruebas internacionales), aquí le va más o menos la historia: en la noche de los tiempos, cuando la Humanidad andaba como a la mitad del primer cuarto (o el minuto catorce del primer tiempo, para las masas embrutecidas por el futbol soccer), a los hombres se les ocurrió la brillante idea de intentar alcanzar el cielo. Para ello, empezaron a construir una gigantesca torre que llegara a tan alto objetivo. A Yavé Dios, deidad de muy pocas pulgas, aquello le pareció el colmo de la soberbia y necedad de sus creaturas. Y para castigarlas (lo que era su principal afición) procedió a confundir las lenguas de constructores, arquitectos y maistros de media cuchara, de manera tal que nadie le entendiera al de al lado y empezaran a pelearse por cualquier babosada. Hagan de cuenta la Cámara de Diputados (sólo que en Babel al menos construian algo). Tal es el mito bíblico que explica la diversidad de idiomas en este mundo cruel.

Dos cosas no entendía de ese relato siendo un infante. La primera era qué pensaban sacar de provecho construyendo la mentada torre, incluso si alcanzaban el cielo. ¿Rentarla para fiestas de graduación? ¿Que sirviera como mirador escénico? ¿Poner un bungee que obtuviera el Récord Guiness, quizá el único que Babel podría arrebatarle al DF y su tenaz Jefe de Gobierno, empeñado en aparecer en ese libro por estupidez y media? O sea, ¡qué afán! La segunda cosa que no entendía era por qué Yavé se tomó la molestia de hacer que cada fulano hablara un idioma distinto como medida para frenar la construcción. Digo, tranquilamente podía haberlos fulminado a punta de rayos: ya sabemos el geniecito que se carga en el Antiguo Testamento. O podía haber iniciado una controversia constitucional, medida un tanto idiota pero sumamente eficaz para detener cualquier obra (por inútil que sea la obra). Total, que la historia de la Torre de Babel fue una de las que me dejó más dudas durante mi educación religiosa.

Me acordé de aquellas mis interrogantes y cuitas de primaria cuando me enteré que la necedad y soberbia humanas siguen intactas, y actuando en las mismas direcciones: hace unos días se inauguró el edificio más alto del mundo, y que suponemos lo seguirá siendo durante un buen rato: el Burj Khalifa (no Burj Dubai, como se dijo en muchos lados). Con 828 metros de altura (según dijeron los constructores; a ver quién es el valiente que agarra cinta de medir y habilidades de Peter Parker para verificarlo) es lo más cercano a la mítica Torre de Babel que puede llegar a conocer mi generación.

Ahora bien: los autores del Antiguo Testamento al menos sí tenían un argumento narrativo sólido: los hombres ciertamente queremos alcanzar el cielo; y tenemos buen rato neceando, como lo demuestran los mitos de Ícaro o de Wan-Hu, el burócrata de la dinastía Ming que supuestamente trató de llegar al espacio sentado en una silla equipada con 47 cohetones. Que el intento bíblico haya sido construyendo un edificio, en lugar de usando alas de cera o los referidos cohetones (47 o más) es lo interesante. Pero tenía referentes.

Durante milenios, la estructura más elevada construida por el hombre fue la Pirámide de Khufú (o Keops) en Egipto, con 147 metros. Tan turística estructura no fue destronada sino 45 siglos después, cuando en 1887 la Torre Eiffel alcanzó los 324 metros: más del doble. Y si uno cuenta la %&$#$ cola de gente para subir a la misma, fácil es el quíntuple.

(Los campanarios de catedrales como la de Colonia o la de Rouen pasaron de los 150 metros con anterioridad; pero eso le interesa sólo a Quasimodo y su gremio).

La tardanza en superar lo hecho por los egipcios se explica (como deberían explicarse tantas cosas) mediante las matemáticas y la física: la pirámide es una estructura que distribuye su peso de manera muy adecuada: cada piedra está sostenida por varias. En cambio, si uno construye una pared de piedra con ladrillos de un metro cúbico, al alcanzar los (digamos) veinte metros, la primera piedra está aguantando el peso de otras 19. A menos que sea una piedra seguidora del Atlas, no lo va a soportar. Por eso la altura de los edificios funcionales (ojo: las pirámides de Giza no sirven para maldita la cosa, a no ser inflar la vanidad de los faraones que las mandaron hacer) siempre estuvo limitada por eso que llamamos la resistencia de materiales. Además de que construir residencias u oficinas a seis o siete pisos de altura sin elevador no resulta humanamente pertinente.

Hasta que en el siglo XIX llegaron nuevos materiales; específicamente, la viga de acero. Ello permitió, por un lado, darle a las paredes más resistencia y menor peso. Y por otro, levantar estructuras modulares que podían ensamblarse previamente, antes de llevarlas a las alturas. Además, un tal Elisha Otis inventó el primer elevador funcional, y la mesa quedó puesta para sobrepasar los límites de siempre.

Históricamente, el primer rascacielos (el apodito surgió de inmediato) fue el Home Insurance Building de Chicago, que tenía esqueleto de acero y paredes y fachada de ladrillo. Fue construido en 1885, se alzaba diez pisos y medía 42 metros. Por supuesto, hoy en día esas cifras son de risa loca. Los soviéticos construían bloques de edificios de esas características como si hicieran buñuelos (y bastante sólidos: véase lo que tardaron en demoler a cañonazos la ciudad de Grozny durante la Segunda Guerra Chechena). Pero en su tiempo, aquello fue una auténtica hazaña.

Cuatro años después, como arco de entrada a la Exposición Universal de París, el ingeniero Gustave Eiffel levantó la impresionante estructura que lleva su nombre... y ahí empezó la carrera de ver qué tan alto se podía llegar. La necedad de Babel se volvió a apoderar del mundo.

Pero sus asegunes los repasaremos el próximo domingo, porque aquí sí hay límites y se nos ha terminado el espacio. Hasta entonces.

Consejo no pedido para subirse a un ladrillo sin marearse (como ciertos políticos): Lea la "Trilogía de Nueva York", de Paul Auster, una visión sombría e interesantísima de la ciudad de los rascacielos... y de sus habitantes. Provecho.

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