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Las Torres de Babel (II)

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

Decíamos el domingo pasado que el mito bíblico de la torre de Babel sirve como metáfora para explicar, por un lado, la compulsión humana de retar a su Creador, intentando construir un edificio que alcanzara el Cielo; y por otro, los riesgos que se corren por andar de levantiscos: la confusión de las lenguas y el quedar condenados por siempre a no comprendernos y gastar auténticas fortunas en clases nocturnas de inglés.

Según algunos estudiosos, los judíos tomaron como modelo para la torre de Babel al gran zigurat de Ur, la ciudad natal de Abraham. Los zigurats eran estructuras más o menos piramidales, de varios cuerpos, construidas con ladrillos de adobe (el único material abundante en Mesopotamia), y al parecer podían alcanzar alturas de treinta o cuarenta metros... lo cual para un pueblo seminómada, que apenas sabía erigir chozas hechas con cuero de chivo, era una auténtica maravilla. Debido al material con que estaban fabricados, y a las docenas de oleadas invasoras que sufrió esa torturada región a lo largo de los siglos, de los zigurats no quedan restos observables: ni para hacer réplicas de pasta con el comprensible objetivo de estafar turistas. O para tirárselas a la cara a algún Primer Ministro.

(Ah, y eso de que Abraham nació en Ur es más propaganda que otra cosa: se duda que los habitantes de la ciudad dejaran ingresar dentro de sus murallas a una banda de pastores que olían al susodicho chivo. Probablemente el patriarca nació en los alrededores de ése, uno de los primeros centros urbanos de la Historia).

Decíamos también que durante milenios la altura máxima de una construcción erigida por el hombre (termitas y castores también levantan estructuras; y los corales se convierten ellos mismos en hermosas construcciones) fueron los 147 metros de la pirámide de Khufú o Keops, en Egipto. Ello, porque ninguna otra civilización tuvo la disponibilidad de mano de obra, la dedicación de recursos excedentes, ni reyes tan necios que se creían dioses (y gente bruta que se lo tragara), como para hacer una pirámide de ese tamaño. Y no había de otra: tenía que ser pirámide, por el problema de la resistencia de materiales y distribución del peso que explicábamos el domingo pasado. Por eso cuando los indios mesoamericanos quisieron elevar sus edificios, escogieron esa forma geométrica para colocar sus templos allá a mero arriba. La pirámide mesoamericana no es otra cosa que una misma solución ingenieril a un mismo problema. No, los egipcios no llegaron hasta acá.

En la Europa medieval se empeñaron en levantar catedrales cada vez más altas. Pero los muros con frecuencia no soportaban el peso, tendiendo a abrirse y, tarde o temprano, desplomarse. La solución fue colocar arbotantes (especie de sostenes en semiarco) para que en ellos se recargaran los muros y no perdieran la vertical. Si se observa, por ejemplo, una toma aérea de Notre-Dame de París, se verá que la estructura semeja un gigantesco crustáceo, por la cantidad de arbortantes a su alrededor. De cualquier modo los europeos no llegaron muy alto.

No fue sino cuando la Revolución Industrial de los siglos XVIII y XIX trajo consigo nuevas tecnologías y materiales que se pudo desafiar las limitaciones usuales. En 1889, para la Exposición Universal de París, Gustave Eiffel construyó una torre con vigas de acero cuya punta alcanzaba los 324 metros. Servía, básicamente, para que a la gente se le cayera la baba y la derramara desde el observatorio. Muchos parisinos cuestionaron que se hubiera gastado tanto dinero y material en algo tan horrendo e inútil. De hecho, se suponía que la torre iba a ser desguasada después de la Exposición. Pero los turistas se enamoraron de la estructura, al rato sirvió como antena de radio y anuncio luminoso de la Citroën, y los parisinos por fin se acostumbraron a ella.

La Torre Eiffel reinó durante más de medio siglo como la estructura más alta, hasta que Nueva York, en el proceso de convertirse la capital del mundo, empezó a erigir rascacielos a la desesperada. El Edificio Chrysler (el más clásico de los clásicos, para mi gusto) sobrepasó a la Torre Eiffel en 1930. Poco le duró el gusto: el Empire State Building, con 443 metros y más de cien pisos lo superó al año siguiente. Dos años más tarde, a ese rascacielos se treparía un changote, tratando de quedarse con su güera, creando en el proceso una de las imágenes fílmicas más imperecederas. King Kong ayudó mucho para que el Empire State penetrara fuertemente en el imaginario mundial.

En el último tercio del siglo XX y el arranque del XXI ya fue difícil seguirle la pista a quién tenía el récord. El Taipei 101 en Taiwán fue el edificio más alto sólo entre 2004 y hace unos días, cuando el Burj Khalifa de Dubai fue inaugurado, con 828 metros.

(Khalifa en honor al gobernante de la vecina ciudad de Abu Dhabi, de los mismos Emiratos Árabes Unidos, que acaba de salir como aval financiero para evitar que Dubai tronara; digo, de alguna forma hay que pagar esos favores).

La Torre CN de Toronto alcanzó los 553 metros en 1976, y sigue siendo la estructura más alta de Occidente. La cuestión es que no constituye, estrictamente, un edificio, dado que sólo hay dos pisos de observatorio en la punta. En uno de ellos hay un área de acrílico transparente en el suelo, de manera que uno puede pararse allí y ver más de medio kilómetro de aire bajo sus pies. Sí, da ñáñaras.

¿Construir una torresota sólo para generar un nudo en el estómago (y para poner una antena de televisión, claro)? Lo cual nos lleva a preguntarnos la utilidad de semejantes titanes que, desde hace rato, han sido objeto de discusión.

Tómese la recién estrenada Burj Khalifa: por su diseño, los últimos pisos son tan estrechos que no sirven para oficinas (ni como observatorio): quizá terminen siendo el espacio de almacenaje más caro del mundo. Además de que cada vez que se le jala al baño, hay que bombear media milla hacia arriba todos esos litros de agua. ¡Y la de electricidad que chupa el cableado de todas las instalaciones! ¿Y saben lo que va a costar refrigerar los kilómetros cuadrados de vidrio de las ventanas... en pleno desierto?

Además, no a todo el mundo le gusta tener esa clase de vecinos. Nadie lo dice hoy en día, pero en su tiempo muchos neoyorkinos detestaban las Torres Gemelas del WTC. ¿La razón? Que mañana y tarde proyectaban unas sombras enormes (recuerden, estaban al oeste de la isla) sobre buena parte de Manhattan. Y a nadie le gusta que le tapen el sol nada más por soberbia y esa manía masculina de "El mío es más grande que el tuyo" (El edificio, se entiende).

Y no tienen que ser edificios muy altos para que haya controversia. Al presentarse hace poco la maqueta para un museo dedicado a Edvard Munch en la bahía de Oslo, muchos pusieron "El Grito" (¡je, je!) en el cielo. Se alega que el impacto urbanístico del edificio proyectado por el arquitecto español Juan Herreros será "desproporcionado". Por lo pronto, el plan está en suspenso.

Total, que en el mundo contemporáneo seguimos como en tiempos de Babel. Y ahora ni la confusión de lenguas puede detener las insensateces. Sea por Dios.

Consejo no pedido para elevarse hasta las nubes: Vea "La trampa" (Entrapment, 1999), con Sean Connery y Catherine Zeta-Jones, cuyas escenas culminantes suceden en las Torres Petronas de Kuala Lumpur, durante seis años (1998-2004) las más altas del mundo. Provecho.

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