Los problemas de España son, desde mi punto de vista, más severos aun que los de Grecia. No me parece que la nación ibérica sea insolvente como la griega, pero sus dificultades, que no se limitan a un nivel alto de deuda y déficit público, tienen el potencial de trastornar la economía de la eurozona y poner en entredicho el futuro del euro.
Los españoles están, al igual que los estadounidenses, agobiados por deudas hipotecarias enormes, mientras que se asemejan a los griegos y portugueses por contar con un mercado laboral sumamente rígido para fijar salarios y leyes que frenan la productividad.
El problema más urgente de España es su sistema de salarios, que no parece preocupar mucho a sus autoridades, a pesar de que es el principal factor que explica que la tasa de desocupación se encuentre alrededor del 20 por ciento.
España es muy poco competitiva dentro de la eurozona gracias a un alza de precios y a generosos incrementos salariales que superaron por varios años los ocurridos en otros países europeos, así como a una baja productividad.
Un país, por lo general, supera esta problemática con inflación y devaluando su moneda, salida fácil con la que no cuenta España al ser miembro de la eurozona. No parece, además, que abandonar el euro para recuperar el control de sus políticas monetaria y cambiaria sea una opción atractiva para los españoles. Los costos de esa medida serían todavía mayores a los que implicarían retenerlo.
Se abren, entonces, dos alternativas. Por un lado, varios años de alto desempleo, contracción económica y el riesgo de una deflación, esto es, caídas en los precios y salarios para compensar la falta de una moneda propia.
Por el otro lado, devaluar por la puerta trasera. Esto es, una reducción generalizada de salarios, que no se limite al tímido recorte de 5 por ciento en los sueldos de los empleados públicos que anunció el gobierno de Rodríguez Zapatero.
Se trata, más bien, que se acerque a lo que hace meses propuso Paul Krugman, premio Nóbel de Economía, quien les recetó un recorte salarial generalizado de un 20 por ciento, como la salida menos costosa en términos de empleo y caída de la producción.
El problema para aplicar esta solución es que el Gobierno no cree que los recortes salariales de esa magnitud sean necesarios para restablecer la competitividad y reducir el desempleo.
Las autoridades españolas, al igual que las de Grecia y Portugal, tampoco están convencidas de que es necesario hacer reformas estructurales profundas, entre las que destaca un cambio total a su legislación laboral, como lo ha insistido en varias ocasiones el gobernador del Bbanco Central de España. Estas reformas son urgentes, y el que se pospongan sólo acabará por complicar aún más la crisis de esas economías.
Mientras tanto, el Banco Central Europeo (BCE) decidió inyectar liquidez comprando bonos soberanos para ayudar a calmar los ánimos de los inversionistas en relación con la deuda de esos gobiernos.
Con esta acción desea ganar tiempo para que se hagan las reformas, pero por otro lado contribuye a que los españoles, así como los griegos y los portugueses, caigan en la complacencia al perder el sentido de urgencia de las mismas.
El BCE, sin embargo, no puede inyectar liquidez y dejar bajas las tasas de interés por siempre. La política monetaria no puede permanecer ilimitadamente laxa, por lo que tarde o temprano subirá las tasas. Esto obligará a España, pero también a Grecia y Portugal, a hacer las reformas necesarias o pagar las consecuencias.
Las economías europeas están, para bien o para mal, condenadas a mantener el euro como moneda común. Tarde o temprano tendrán que reconocer que para que funcione bien y sin el tipo de trastornos que hoy agobian a varios de los países periféricos de la eurozona, esas reformas deben contemplar también una integración fiscal y laboral.
España y Grecia son ejemplos prácticos de los problemas que enfrenta una unión monetaria sin esa integración. Cuando se tiene una moneda común no es posible dejar en manos de los congresos nacionales las decisiones presupuestales y las políticas laborales.
Los países miembros del euro, sin embargo, no parecen estar dispuestos a ceder el control de sus presupuestos, ni tampoco el diseño de sus políticas salariales y sus sistemas de bienestar, que muchos identificarían como pérdida de soberanía.
Me temo, por tanto, que si no lo hacen, los costos del ajuste de las economías en problemas como España y Grecia serán enormes y recurrentes, lo puede hacer extremadamente difícil la permanencia del euro como moneda común en el largo plazo.