Libertad…, libertad reclaman quienes no tienen suficiente fuerza para levantar su voz, para escucharse pronunciar sus propias palabras. Se miran perplejos unos a otros, no tienen idea de lo que significa la realidad ahora que ya no se sienten vigilados, ahora que pueden caminar sin tropezar con las cadenas. El temor les ha invadido todas las emociones que se pueden nombrar, están ahí, estoicos ante la vida, ahora que ya no tienen motivos para continuar siguiendo a nadie, ahora que comienzan a sentirse dueños de su pensar.
El tema de la libertad de expresión siempre ha sido polémico, más aún en lo que se refiere a sus restricciones legales, ya que la manera en la que se expresa esta ley deja muchas cuestiones en el aire.
El valor de la libertad de expresión se puede medir con la participación de los ciudadanos en la vida democrática, puesto que no se trata de un derecho como muchos otros, sino –como escribe Miguel Carbonell– del fundamento de todo el orden político.
La democracia no se puede entender sin libertad de expresión, gracias a ella se hace posible la participación de la ciudadanía en el debate público, en el que se discuten las problemáticas sociales y las distintas alternativas ante los temas que afecta e interesan a la sociedad. No estamos hablando sólo del intercambio de perspectivas, sino que esto conlleva al enriquecimiento de las propuestas, así como a la innovación de los modelos.
La existencia del debate público representa una válvula que regula las tensiones y los disturbios que los ciudadanos perciben en la vida pública, pero no sólo ellos, sino también los profesionales de los medios.
La vida de los periodistas está llena de contrastes, de situaciones inesperadas; hay que estar en movimiento, hurgar en todos los espacios posibles, observar, escuchar. Cada esquina puede convertirse en el escenario de un gran reportaje, nunca se sabe cuál de los transeúntes será el portador de la próxima historia para relatar.
Los periodistas se apasionan con su trabajo, se regocijan cuando encuentran su nota en primera plana, cuando su nombre figura entre las columnas más leídas. Esas son las gratitudes del oficio. Pero qué hay de las cosas que se callan, aquellas que no necesitan ser escritas para quedar sobreentendidas.
Los temas prohibidos, o al menos en los que se tiene que ser mesurado, están a la orden del día, están en las conversaciones cotidianas aunque no se pronuncian con el mismo tono desinhibido.
Como escribe Héctor Aguilar Camín, el Estado que no puede ofrecer seguridad acaba no ofreciendo nada, ya que de poco servirá tener una economía estable o ambiciosas políticas sociales si no descansan en una malla de seguridades públicas efectivas.
Y ésta es una de las principales causas por las que los periodistas llegan, incluso, a la autocensura; omitir información, evitar ciertos temas, disfrazar los contenidos. Sin embargo, no todo está vedado.
El problema surge cuando alguien se atreve a infringir el velo de discreción, es ahí cuando el contrato que era respetado a cambio del silencio queda roto, y la seguridad sin resguardo. En los últimos años se han incrementado los delitos en contra de periodistas y trabajadores de medios, que van desde agresiones y amenazas hasta asesinatos. Dos de los mayores obstáculos son la impunidad y el crimen organizado.
Por ello, hace falta la creación de instancias que atiendan estas cuestiones, puesto que no sólo es la vida de los periodistas, en realidad, se afecta a la democracia misma; o si no, ¿quién denunciará los excesos?, ¿de quién será la mirada vigilante?