Pedro Almodóvar es un director al que le da por divagar. Gusta de explorar partes de sus historias que no necesariamente llevan a descubrimientos significativos sobre el carácter de un personaje, o a avances importantes en la trama...
Simplemente, se ha molestado en inventar un mundo, y no le importa detenerse aquí o allá para que admiremos algún rinconcito intrascendente de su creación. Puede hacerlo. Todos los grandes lo hacen.
Un maestro como Almodóvar puede dedicar tramos enteros a plantar subtramas que no fructifican, o a insinuar intenciones o culpabilidades que finalmente no existen, para darse el gusto de retorcer, a la manera clásica hollywoodense, una historia sencilla de pasiones ibéricas elementales. Puede hacerlo. Y muchas veces le funciona. Aunque algunas no.
Los Abrazos Rotos es uno de los casos en que a la trama le falta cuerpo para resistir todo el manoseo "Almodovariano". La falta de un hilo conductor sustantivo, que el director suele encontrar en los arrebatos de amores locos o prohibidos, o en los conflictos familiares (especialmente entre madre e hija), se extraña en la cinta.
Así, lejos de los apretados abrazos melodramáticos que el director sabe arrimar, la película acaba por sentirse como palmaditas en la cabeza. Eso sí, siendo Almodóvar el obsesivo que es del diseño de producción y la puesta en escena, la cinta nos procura, todo el tiempo, un indecente masajeo de colores y texturas en las córneas.
Un guionista ciego de edad madura rememora, debido a la visita de un desagradable prospecto de cliente, el romance que sostuvo 14 años atrás con una bella aspirante a actriz.
La joven (una Penélope Cruz que a ratos quita el aliento y a ratos no, ratera, dirían en la prepa) es propiedad, así lo siente él, de un viejo industrial celoso, voyerista, sádico y masoquista, pero en público muy decente y fina persona.
El guionista, que entonces veía y era director, acaba irremediablemente enamorado, y utiliza su propia autoridad para ganarse a la joven. Como es de esperarse, el atrevimiento no quedará sin castigo.
Descubro aquí algo en el diseño de la historia que acabó por desagradarme, debido a ser fundamentalmente contrario a la obra de Almodóvar: se trata de un triángulo en el que el vértice femenino es el más débil, nunca tiene el control y es una víctima sin voluntad.
Las heroínas del director podrán ser víctimas de los hombres, pero su fortaleza las hace trascender el rol de desválidas y su preeminencia moral termina por ubicarlas en un plano superior al de sus agresores masculinos.
Son heroínas de telenovela navegando una tragedia griega. O viceversa. Ese es el fuerte, el talento y el rasgo más querido del director español, rescatador de la poesía en el melodrama, tejedor de poemas encerrados en culebrones.
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