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Los achicopalados

GILBERTO SERNA

Por si no tuviera problemas, en rápida visita a los damnificados de la rotura del canal denominado La Compañía, que inundó varias manzanas, mandando a la mayoría de sus habitantes a desalojar sus casas, obligándolos a refugiarse en las azoteas, desde donde viendo pasar al Presidente, las familias aprovechaban para a gritos pedirle asistencia mostrando irascibilidad; los más reclamando ayuda considerando urgente acabar con sus tribulaciones, provocando que el Presidente increpado reaccionara levantando la voz buscando que imperara la calma, lo que logró a medias, pues la desesperación de los habitantes debió ser grande. Les pidió que no se "achicopalaran". Ni siquiera el agua era transparente, igual que las promesas de político todo era turbio, maloliente, nauseabundo, repugnante y sucio. Los costales rellenos de piedra y arena se colocaban para controlar el caudal de agua puerca. Lo mismo de siempre: un remiendo y esperemos las próximas avenidas, a que se salgan de su cauce o se rompa un acueducto mal parchado, hasta entonces aquí nos veremos.

En el Valle de Chalco, sus pobladores han permanecido inundados con aguas negras por días enteros, penetrando hasta los cuartos de las viviendas. En algunas calles se mostraban los techos de autos y tractocamiones que semejaban mastodontes en su hábitat natural. Igual que como aún se ve en ciertas partes de África a hipopótamos retozar con sus lomos rasgando la agreste superficie de los lagos. Miasmas ascendían por los aires contaminando el medio ambiente con un hedor que hacia insoportable respirar, ni aun tapándose con trapos las vías respiratorias. Las personas, tratando de capear el temporal, transportándose en lanchas como si de pronto aquello se hubiera transformado en una zona lacustre, aunque con hediondez. De repente las gentes estaban abatidas, luego agarraban nuevos bríos para después caer en un silencio sombrío. Los muebles, comprados con tantos sacrificios, flotaban por entre la pestilencia cubiertos de asquerosidad. No había agua potable, ni nada que comer. Qué vida la de los pobres estar tan fregados, como si hubieran venido a este mundo nomás a sufrir, se dijo uno de los ateridos residentes.

Doña Guadalupe estaba que echaba humo del coraje que traía clavado en un ijar. Hacía años que había llegado a esa zona del Estado de México buscando mejores oportunidades para su familia. Su esposo le hacía a la albañilería, tenía trabajo, pero no salía de perico perro, con los salarios que pagaban en la obra. Vivían con la misma estrechez que antes, allá en su tierra. Los días transcurrían en lenta sucesión, no había domingos ni días de fiesta. Caminaba largas distancias para llevarle las tortillas, el chile molcajeteado y los frijoles a su marido. Era un barrio sin jóvenes, los que apenas entraban en la adolescencia, se iban a la frontera con la esperanza de cruzar al otro lado con el riesgo latente de ser atrapados en su intento. En su país no había oportunidades salvo que aceptaran participar en hechos ilícitos. En ese oficio: matar o ser muerto, era la taxativa. Las puertas estaban cerradas para los desheredados de la fortuna que iban a parar a las filas de los franeleros, tragafuegoso malabaristas en cualquier esquina de la metrópoli.

Quizá era cosa de los tiempos. Ella no lo sabía bien a bien, su vida había sido rápida. Doña Lupe, como le decían sus vecinas, tratamiento de respeto que se había ganado por su edad. Ella frisaba en los sesenta años, el cabello cenizo, los ojos saltones. Estaba acostumbrada a los malos tratos, del marido y de la vida misma. Adentro de ella le hervía la sangre, como si trajera cargando un caldero. Esto es injusto, se decía, cuando escuchó voces; desde la azotea, donde se hallaba, vio al Presidente y a su séquito. Trató de llamar su atención moviendo los brazos como aspas, pero el ruido de los flaches de las cámaras de los reporteros, que iban tras él, no dejaron ver; la rabia contenida, las mandíbulas apretadas, empezó a hablar, anegada en su amargura, con la noción abrumadora y negra de su desamparo, más para sí misma que para los políticos a los que no conocía pues antes nunca los había visto por esos rumbos.

Nos han prometido muchas cosas, lo sabía por lo que decían sus vecinas, pero los hechos los desmienten, dijo sollozante, a punto de romper en llanto, con ésta van diez veces que soportamos aguas fétidas por todas partes y siempre nos dicen lo mismo. Sintió un desaliento enorme, todo a su alrededor daba vueltas. Nadie le hacía caso. Se dio cuenta de que todo se concretaba a unas cuantas fotos que al día siguiente los noticieros se encargarían de darles amplia difusión. Él estuvo ahí, a paso veloz recorrió el camino enlodado, les dio una reprimenda y se marchó. Ya volverá, si aún está en Los Pinos, se dijo a sí misma, en la próxima riada. Mientras no nos achicopalemos, es decir, no nos agobiemos, no nos aflijamos, no nos abatamos, ni nos "agüitemos", aunque literalmente estemos con el agua al cuello.

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