Johann Wolfgag von Goethe, es un literato reconocido mundialmente, su obra Fausto está considerada como una de las grandes creaciones dentro de la literatura universal. Aún recuerdo haber leído que las últimas palabras de las que estaban atentos los que le acompañaban alrededor de su lecho exclamó con la garganta estrechada, ojos abiertos, "luz, más luz", lo que se interpretó en esa ocasión como una consecuencia de los estertores de una persona a la que se le estaba yendo la vida, lo que era en cierto modo correcto, con la circunstancia de que la luz pudo provenir en realidad de ese túnel que narran quienes técnicamente han expirado. Pero no ahondemos en ese tema ya que en realidad lo que trato es de retomar lo que no agoté en pasada colaboración en la que me referí al festejo del Día de los Ancianos. En la obra trágica que escribió Goethe, concebida más para ser leída que para ser representada, esto es, el autor escribió una novela epistolar, obra maestra de la literatura alemana.
En efecto, habrá usted concluido en que el personaje de ficción llamado Fausto, era una persona mayor, un hombre vetusto, que viéndose imposibilitado de cortejar a una jovencita llamada Gretchen, hipocorístico de Margarita, decide vender su alma al demonio en un pacto que sella con su sangre, comprometiéndose el señor de los avernos a hacer todo lo que Fausto quiera mientras esté en la tierra a cambio éste le entregue su alma sirviéndole en la otra vida. No, no se crea que el trato fue fruto sólo de la imaginación de Goethe, diversos autores han considerado que el diablo ha venido convenciendo al mundo de que no existe como una manera de conseguir más fácilmente sus aviesos propósitos. Aquí en nuestro país varios escritores han abundado en el asunto. Tal es el caso de Artemio de Valle-Arizpe quien escribió de la afamada Güera Rodríguez a la que se atribuye la frase de que fuera de México todo es Cuautitlán. Se dice que fue invocado por un temulento siguiendo las formas rigurosas de hacerlo durante la medianoche en un cruce de caminos, pidiéndole que le consiguiera a la tal Güera con sus artes diabólicas, en el entendido que por la alcahuetería le entregaría su alma inmortal.
El demonio que se había presentado con todo el rigor que exige el protocolo de quien habita entre las eternas llamas, con el gesto desabrido de quien conoce las miserias humanas, le contestó a la petición que ya quisiera para sí mismo a la apetecible dama enterándolo, entre sonoras carcajadas, que el alma que se le ofrecía ya era suya dada la propensión a la comisión de pecados capitales en una vida de excesos y liviandades a las que el beodo era tan propenso, desapareciendo después de dejar, en el pesado ambiente, un fuerte olor a azufre. Pero dejemos al eximio escritor y diplomático, nacido en 1884 en Saltillo, para retomar el hilo de las meditaciones que nos produce la efemérides de nuestros antañones, que no necesariamente están achacosos y decrépitos por el simple paso del tiempo, sino que en estos días sufren de la angustia de llegar a verse en medio de una balacera, provocada por las bandas que se disputan, palmo a palmo, el territorio nacional.
Son los años dorados que se refieren a que las hojas de los árboles adquieren esa tonalidad cuando se aproxima el otoño. En los años ochentas se exhibió las película protagonizada por los actores Henry Fonda y Katharine Hepburn. El hombre acosado por la senilidad, en plena decadencia, luce acabado, valetudinario achacoso al que Katharine debe cuidar porque su desmemoria lo requiere. Es impactante verlo confundido a unos cuantos pasos de la cabaña que ocupan sin poder recordar cómo volver. Otra escena lo muestra caído sobre un piso de madera, en evidente colapso, mientras su mujer Katharine llora y entre sollozos le suplica, le exige, no la deje sola. Es el invierno de la vida, son la muestra palpable del camino que tarde o temprano el destino nos depara. En fin, antes o después, qué más da.