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Los cánceres que nos pudren

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

Debido a la rabia de haber perdido el control de nuestra ciudad (antaño tan vivible y tranquila) y de sentirnos desvalidos en vista de la pasividad e ineptitud de las autoridades de todos los niveles, que han declinado los poderes del Estado ante criminales de toda laya, muchos laguneros nos hemos hecho la misma pregunta: "¿Por qué? ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué ahora?"

Podría decirse que es un mal fario geográfico, que tiene que ver con nuestra estratégica posición en el centro-norte del país, y por ello forma parte de diversos corredores por donde se trasiega la droga. La circunstancia que permitió el nacimiento de Torreón, ahora resulta nuestra perdición. Quizá haya algo de eso. Pero masacrar jóvenes en bares, hasta donde yo entiendo, no impide ni facilita el movimiento de ningún tipo de sustancia, legal o ilegal. Las extorsiones a todo tipo de comercios, desde grandes almacenes hasta la tiendita de la esquina que se ve forzada a relacionarse con tipos y mercancías no muy de su agrado, no tienen que ver con las rutas de los cárteles.

No, los cánceres que nos corroen vienen de mucho tiempo atrás, y tienen que ver más con nuestras actitudes como sociedad que con cualquier otra cuestión. Lo que estamos viviendo ahora son polvos de aquellos lodos. Resultan de una forma de vida que no es exclusiva de La Laguna ni mucho menos, pero que con nuestro conformismo recrudeció sus consecuencias.

Empecemos con el cáncer mayor de todos: la impunidad. Nos hemos acostumbrado a que nadie se haga responsable de nada, que nadie pague por lo que hace. Se construye un distribuidor vial con las patas, y nadie da la cara ni carga con las consecuencias. Un gobernador manda detener ilegalmente y amedrentar a una mujer inocente, para defender a un pederasta; es sorprendido en la maroma, y ¿a que no saben qué? Sigue siendo gobernador de Puebla. Por "defender a los pobres" se permiten asentamientos irregulares, sólo para que un huracán o el plomo de Peñoles (cuya planta estaba ahí antes que las colonias de paracaidistas de los alrededores) causen una tragedia y los obliguen a buscar otros sitios (siendo que no debían haberse establecido ahí en primer lugar): el viejo apotegma del niño ahogado y el pozo tapado. También "por los pobres" se permite todo tipo de ambulantaje y piratería, expropiando la calle a los demás (que somos mayoría). Los franeleros ya privatizaron la vía pública y sus chantajes son vistos como normales. ¿Y alguien sabe quién dio los permisos para que se instalaran los que luego se convirtieron en mataderos de muchachos? ¿Se le ha investigado?

Lo que quiero hacer notar es que no se trata sólo de esa escalofriante estadística de que un 94% de los delitos denunciados en México queda impune. Lo que quiero que vean es que la impunidad es una forma de vida que hemos solapado por conformismo, abulia o cobardía. Y si un pueblo vive en ese marco mental, no debería de extrañarnos que los elementos más violentos y menos adaptados al orden social decidan llevar las cosas al extremo: al fin que nadie se hace responsable, y las autoridades no son castigadas por su inoperancia. Vaya, ni siquiera dan la cara. ¿Renunciar por su incapacidad? ¡Ni locos! Mamar del presupuesto sin demostrar una pizca de capacidad es su razón de ser. Total, se pueden gastar millones de pesos en una suite para el alcalde, mientras un parque se muere de sed, ¡y no pasa nada!

Me dirán que el problema principal es la corrupción. Pero la corrupción es inherente a la naturaleza humana: donde hay hombres, hay corruptos. La cuestión es que una sociedad que castiga la corrupción tiene muchas más posibilidades de que ésta no se propague, no configure una forma de vida. Por eso planteo que el problema es la impunidad; de ella se derivan muchos otros males.

Por ejemplo, la proliferación de criminales improvisados (y por lo mismo, cada vez más bárbaros) tiene que ver con ello. Estoy seguro que muchos delitos de todo tipo (contra la vida, la propiedad, la salud, extorsiones) se están multiplicando porque algunas personas se dieron cuenta de que era muy fácil delinquir y no habría mayores consecuencias. El relativo respeto (o temor) a la autoridad se vino abajo cuando quedó en evidencia su absoluta inutilidad. La histórica desconfianza del mexicano en sus policías dio paso a la conciencia (fundada o no) de que son parte del problema y no la solución. El hecho de que paguemos sus sueldos, equipamiento y funcionamiento con nuestros impuestos no nos da el mínimo derecho a esperar que nos protejan.

Lo cual nos lleva al segundo de nuestros cánceres: la incapacidad del Estado mexicano para cumplir con sus funciones. De nuevo, es un resultado directo de la cultura de la impunidad. ¿Qué funcionario es enviado a la cárcel por sus corruptelas? ¿Cuál renuncia ante su evidente incapacidad? ¿A quién le rinde cuentas la obesa burocracia, que sólo sirve para estorbar? Los sismos de 1985, que pronto cumplirán un cuarto de siglo, demostraron una verdad evidente: que la sociedad mexicana no necesita al Gobierno, el cual sólo funciona para expoliar, engordar y poner trabas. ¿Aprendimos la lección? No. Permitimos que la misma casta de ineptos rapaces siguiera gobernándonos, sin rendir cuentas, y frecuentemente con el mayor de los cinismos. Que esa disfuncionalidad de las instituciones y gobiernos mexicanos es universal lo demuestra el hecho de que el PAN lleva diez años en Los Pinos y el PRD algo más rigiendo (sic) el Distrito Federal, y nada ha cambiado. Ahora el PRI, el creador de este entramado de impunidad, voracidad e ineptitud, amenaza con volver a llevarse todas las canicas. Y sin haber cambiado un ápice sus procedimientos ni mentalidad. Evidentemente, México se seguirá pudriendo.

En parte, por el tercer gran cáncer que nos carcome: la incapacidad de romper inercias, abandonar ideologías y formas de pensar caducas, y aprender de los errores propios y ajenos. Seguimos permitiendo que el pasado nos gobierne, a través de los monopolios públicos y privados; a través de un sindicalismo mafioso que sólo sirve para empobrecer a todo el país; a través de las añosas muletillas de la defensa de la soberanía, el neoliberalismo y el complot imperialista. Los lastres del país están identificados desde hace lustros, y siguen empujándonos al fondo. La mayoría tiene que pagar por la ineficacia de una minoría, así sean un millón y medio, como en el caso de esa desgracia nacional que es el SNTE. Lo peor es que estamos dejando a nuestros jóvenes sin presente y sin futuro. ¿Y qué? Los privilegios de los líderes gangsteriles y unas cuantas élites son más importantes que el bienestar del grueso de la población. Así es y así ha sido siempre. Porque lo hemos permitido.

Por supuesto, hay muchos más cánceres. Pero esos tres son los principales que, a mi entender, mientras no se extirpen (y sería una operación prolongada y peligrosa), seguirán pudriendo al cuerpo social mexicano. Es hora de despertar y abrir los ojos a lo evidente: somos un fracaso como nación y como Estado. Y sabemos cuáles son las causas de ese fracaso. Hay que actuar en consecuencia.

Consejo no pedido para despertar de una pesadilla histórica: Lea "El tambor de hojalata", de Günter Grass, sobre la manera en que todo un pueblo se negó a madurar y a lo imbécil siguió a un lunático al despeñadero. Provecho.

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