El romanticismo de los duelos ha quedado atrás. Era común en aquellos lejanos tiempos, nos remontamos al siglo XV, que el duelo era consensuado entre dos caballeros, cuyo propósito era lavar un insulto al honor de uno de los contendientes, con reglas definidas, en que acompañados de sus padrinos acudían a un lugar apartado, tradicionalmente al amanecer, poniendo en juego sus vidas, con el fin de restaurar la reputación puesta en entredicho. El duelo se reconocía como un acto heroico. Se consideraba que sólo los caballeros tenían un honor que defender, pues si quien ultrajaba su dignidad era alguien de la clase baja, bastaba infligirle un castigo físico, comisionando a sus sirvientes para que lo hicieran. Los duelos ¡ay! podían efectuarse con espadas y a partir del siglo XVIII con primorosas pistolas que trabajadas por artesanos eran para uso de la nobleza. El ritual se iniciaba al cruzarse el rostro con un guante. Se imponían reglas con la participación de los padrinos, que eran representantes de los duelistas, ubicándose espalda con espalda, con pistola empuñada, caminando los pasos que los alejaban, pudiendo el duelo ser a primera sangre o a muerte.
Las mujeres también participan, tal como pasó en España, donde la entonces célebre princesa de Éboli, de nombre Ana de Mendoza, (1540-1592), pierde un ojo cuando su maestro de esgrima, en un entrenamiento, la lesiona. Fue una de las mujeres de más talento en su época, que a pesar de quedar tuerta, era una de las damas más hermosa de la corte Española.
En cambio en nuestros días ¡oh! vergüenza los que militan en las filas políticas han cambiado las reglas de las disputas que no son para reparar una deshojada honra, sino para defender oscuros intereses.
Vaya que las costumbres se han relajado a través de los siglos llegando hasta nuestros días cuando los políticos reciben en pleno rostro la bofetada de un desplegado publicado en El Siglo de Torreón como señal de estar siendo retados a una cruenta pelea, a la que no asisten sus padrinos que permanecen encerrados en sus castillos feudales, ni se dan la espalda para combatir, por aquello de un descontón, ni el pleito es para reparar el honor perdido pues bien se sabe que de una manera u otra los políticos no lo conocen, ya que nunca lo han tenido. En la actualidad el florete nada más en justas deportivas y las armas de fuego sólo las traen quienes ustedes saben. No hay algo de lo que puedan enorgullecer a los que usan el periódico a manera de estoque.
¿Usted sabe de algún político que se levante al amanecer? Los lecheros, los alarifes y los que se dedican a desvalijar casas-habitación lo hacen por necesidad, no hay peligro de que celebren encuentros para dirimir pendencias políticas, pues está claro que no pueden ser encasillados como caballeros. Además no está calificado como heroísmo el suscribirse a un diario o adquirirlo de algún voceador. El esgrimir el periódico en posición de asalto, separadas las piernas, quien no ha leído a Scaramouche de Rafael Sabatini, o a Cyrano de Beryerac de Edmond Rostand, o Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas, novelas de espadachines, donde los duelos a espada o esgrimiendo un sable o un florete eran frecuentes, retratando lo que ocurría en la realidad.
Eran tiempos venturosos en que los caballeros se batían para defender el honor de su Reina. Lo que hemos visto en estos días es un sainete en que la única sangre vertida es la tinta con la que se imprimen los desplegados. En vez de florete se blande un periódico enrollado, el que estirando el brazo, empuñándolo de un extremo, exhiben como única arma, amenazando con escandalizar, mediante el consabido recurso de sacarles trapitos sucios al sol a sus contrarios, ciertos o inventados.
Desplegados, inserciones pagadas, quejas, quejidos, quejumbres, pero ninguno acepta que se hable de su larga extremidad posterior. No se diga más, éstos no alcanzan las alturas de un caballero y arremeten como energúmenos contra todo y contra todos. Es el PRI que exhibe la miseria moral de los que aspiran a participar en sus procesos electorales internos. No tienen linaje, ni gloria, ni fama. A los gomezpalatinos les gustaría ver a los padrinos, que según las reglas de estos lances, pueden a su vez luchar entre sí.
Vestidos de mosqueteros, se verían monísimos esgrimiendo sus espadas con sus sombreros ondeando una larga y frondosa pluma de avestruz, dispuestos a herir con el filoso acero a su oponente. Eso sería jugar limpio, lo que estos hombres, dado su mustio silencio, dan la impresión de no conocer. Con su actitud de permanecer en las sombras lo único que han estado mostrando es un insaciable apetito de poder, una desbordada ambición y un oportunismo digno de mejor causa.