Sam Quiñones acaba de publicar en el diario Los Angeles Times la historia del grupo de campesinos de Nayarit que desplazaron a los colombianos en el comercio de heroína en Los Ángeles.
Lo notable de la historia no tiene que ver con el auge de este grupo, ni con cualquier afiliación que pudiera tener con algún cártel, ni siquiera con el hecho de que los nayaritas ganaron la plaza sin violencia.
Lo especial del reportaje tiene que ver con el hecho de que los campesinos mexicanos se dedicaron al comercio de heroína como se pudieron haber dedicado a cualquier trabajo típico de un migrante, como la construcción o la agricultura. Fue una oportunidad económica para enviar dinero a sus comunidades.
Así, comenta Quiñones, se descubre una dimensión pocas veces explicada en el fenómeno del narcotráfico en ambos lados de la frontera de México y Estados Unidos: el hecho de que campesinos migrantes hayan consolidado el comercio de droga en Los Ángeles con relativa facilidad.
El problema de la pobreza, la falta de cultura cívica, el deteriorado tejido social en las comunidades y la incapacidad de gobiernos locales explican el auge del crimen del lado mexicano. Pero la forma en que las redes criminales se extienden más allá del río Bravo frente a las mismas autoridades estadounidenses que reclaman más acciones a México, es la parte que completa la ecuación.
Durante los últimos dos días periodistas de México y Estados Unidos así como expertos en el tema nos reunimos en la Universidad de Texas para hablar sobre las narrativas que se han formado en la guerra contra el crimen organizado. Los contrastes entre ambos países son notables, sobre todo por lo que han revelado sobre la percepción del fenómeno del narcotráfico al norte de la frontera.
La narrativa central sobre este problema es doble: en Estados Unidos se culpa a México, en México se culpa a Estados Unidos.
"En Estados Unidos existe una tendencia a pensar lo peor de México, es una actitud de superioridad anglo-sajona", dice Howard Campbell, profesor de la Universidad de Texas.
Sin embargo, un ex agente de antiterrorismo del gobierno estadounidense, que pidió el anonimato, presenta datos que permiten formar una imagen sobre cómo en el norte de la frontera se ha consolidado una red criminal que se alimenta de México.
Texas, dice a manera de ejemplo, "es el principal centro de movimiento de drogas y de personas en Estados Unidos". Y así como en México es problema frecuente la corrupción o falta de coordinación de las autoridades, el ex agente admite que lo mismo sucede en el norte. "La cooperación es disfuncional y la corrupción es extendida".
Lo que un reportaje como el de Quiñones revela es la construcción de redes de distribución de droga en Estados Unidos, un tema poco tratado en la prensa de ese país, pero que forma parte del proceso para entender el narcotráfico como un problema transnacional.
Porque no son nada más migrantes mexicanos los que forman esas redes, hay toda una infraestructura del otro lado de la frontera dedicada a distribuir la droga, alimentada por pandillas de blancos, negros, asiáticos o hispanos, y de la cual sólo conocemos cuando el FBI realiza una de sus redadas masivas, pero sin entrar a los detalles. Esta infraestructura se ha formado con una facilidad que sólo se explica a partir de la complacencia de autoridades locales.
Estas redes han provocado una "derrama" criminal en Estados Unidos, que ya han visto su cuota de asesinatos, extorsiones, secuestros, balaceras y ataques con granadas, pero que no se conectan como parte de una tendencia.
Entre los reporteros estadounidenses hay una sorprendente disposición a aceptar que hay un sesgo en la narrativa del fenómeno del narcotráfico como un problema desatado en México cuya víctima es Estados Unidos.
"Hay muchas cosas que funcionan en México, pero sólo nos enfocamos en lo que no funciona", dice Bill Booth, del Washington Post.
Sólo que hay un problema, que señalan algunos participantes del foro: Si Estados Unidos cierra el tráfico de armas, por ejemplo, éstas seguirían fluyendo hacia México, sólo que por Guatemala y con ayuda de grupos criminales internacionales.
Esto apunta a una realidad que existe en México independientemente de los estereotipos y que con frecuencia no se quiere reconocer.
Álvaro Sierra, que vivió como reportero en Bogotá los peores momentos de la violencia en Colombia, planteó esto como una pregunta que en la década de los 80 nadie se quería hacer en Colombia y ahora nadie se quiere hacer en México.
"¿Por qué los mexicanos han resultado tan buenos para comerciar droga? ¿Por qué los mexicanos violan la ley con tanta facilidad? ¿Por qué los mexicanos han resultado tan eficientes en el uso de la violencia?", pregunta.
La incapacidad para responder esta pregunta puede deberse al hecho de que en México parecemos obsesionados con el conteo de muertos. La información sobre la violencia se vuelve repetitiva, los asesinatos se toman como cosa cotidiana y el enfoque en lo criminal ahoga el impacto social.
La narrativa se ha consolidado como una guerra de grupos criminales que deja de lado toda la complejidad del problema, su naturaleza transnacional y las características del negocio que, contrario a la irracionalidad de la violencia, se maneja de manera totalmente racional.
El problema, como se ha debatido aquí en estos días, es que los modelos de lucha contra el narcotráfico impulsado por los gobiernos de México y Estados Unidos facilitan la simplificación de la narrativa en ambos países.
El combate sangriento de la oferta sin atender la demanda ha provocado que México se presente como un paraíso de la violencia, de tal forma que si un estadounidense muere, hay un escándalo, pero si cien mexicanos mueren, no pasa nada.
Si el fenómeno de las drogas es global, pero sólo se atienden datos parciales como el conteo de muertos, las balaceras y las persecuciones, entonces se olvida la dimensión humana.
El problema es más complicado que atribuir el alza de la violencia a la lucha emprendida por el gobierno federal. Tiene orígenes en la quiebra de instituciones locales y la corrupción en todos los niveles.
Por eso la ola de violencia derrota los remedios fáciles o parciales que se han discutido, como poner al Ejército en la calle sin una estrategia definida, o federalizar todas las dimensiones del crimen organizado sin reparar en el impacto local, o financiar cuerpos de seguridad, pero no proyectos educativos, culturales, deportivos o de salud.
Un ejemplo muy repetido es el del contraste entre Ciudad Juárez y El Paso. Mientras del lado mexicano ocurrieron 2,400 asesinatos el año pasado, del otro lado sólo hubo 16. Esto no se explica sólo a partir de la diferencia en los cuerpos de seguridad. También hay una diferencia en la solidez del tejido social: débil en Juárez, fuerte en El Paso.
Es esta complejidad lo que dificulta encontrar una solución rápida a la ola de violencia que azota México y que en cualquier momento puede derramarse a Estados Unidos. Quizá por eso el ex agente federal que dedicó 25 años a perseguir narcos y terroristas, parece tan pesimista. "Esto no se va a acabar mientras yo viva".