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Los festejos Bicentenarios

JULIO FAESLER

A medida que se acercaba la hora de festejar el Bicentenario del Grito de Independencia del padre Hidalgo y del Centenario del inicio de la Revolución de 1910, se presentaron opiniones contrastadas que parecían incompatibles.

Por una parte se arguyó que tratándose de un país de tantas y marcadas carencias socioeconómicas que, encima de ello, está pasando por el drama de la lucha que el Gobierno libra para acabar con la violencia que desatan los narcotraficantes, guerra a la que nadie pronostica fácil arreglo, no caben ni razones ni mucho menos medios disponibles para realizar una gran fiesta nacional.

Según tal opinión, los índices de pobreza, de baja competitividad internacional, de pésimo servicio educativo, de exagerada economía informal, el que cientos de miles de compatriotas nos abandonen para buscar mejores aires de oportunidad en los Estados Unidos y países europeos, la trabazón legislativa, el que los gobiernos estatales y municipales carezcan de capacidad o siquiera voluntad para establecer orden en sus propias áreas de responsabilidad, toda esta enumeración nulifica el que pueda hallarse motivo alguno de festejo.

Ya pasados los festejos de los días 15 y 16 es necesario analizar el asunto con más detalle. Una cosa es la importancia de dar su debido lugar a la celebración de ambos aniversarios, y otra es juzgar si como algunos dijeron, y posiblemente continúen haciéndolo, que si los gastos que implican tal celebración son justificables. Ello también incluye las obras arquitectónicas previstas para que permanezcan como testimonios del recuerdo que México hace de los hechos históricos que marcaron su destino y forjaron el presente que vivimos.

En cuanto a lo primero, los festejos realizados en la Capital de la República, lugar en el que correspondía concentrar el esfuerzo más visible para efectos nacionales e internacionales, fueron extraordinarios en calidad y espectacularidad. Su grandiosidad fue completamente equiparable a los que Francia presentó en París en 1989 con motivo del bicentenario de su Revolución o con lo que los chinos presentaron en la inauguración de los Juegos Olímpicos. El pueblo mexicano puede estar seguro de que el fasto y la belleza de lo que se le presentó en la Capital de la República estuvo a la altura de lo mejor que pudieran haber hecho cualquiera de los países más ricos en cuanto a grandiosidad.

¿Hizo bien el Gobierno en gastar los millones de pesos en la organización y preparación de un programa en el que participaron tantos elementos?

En cuanto al vistoso desfile del día quince, un componente fundamental fueron los miles de voluntarios que se entregaron a realizar los cuadros artísticos que cubrieron todos los aspectos de la historia y de la cultura de nuestro país. El diseño de los carros alegóricos, el genio creativo de los equipos mexicanos que idearon los conjuntos, las figuras fantásticas, cotidianas y muy nuestras, lograron un completo éxito.

Dicho desfile, que desde las 18 horas se había iniciado, llegó al Zócalo al anochecer, después de recorrer Reforma y Avenida Juárez, dando después paso al tradicional e imprescindible Grito de Independencia lanzado por el presidente Calderón desde el balcón central de Palacio Nacional. Un impresionante alarde de pirotécnia, sin precedente alguno, iluminó durante media hora la Catedral Metropolitana y Palacio Nacional con los juegos y despliegues más inesperados y espectaculares.

Ayer, el desfile militar rebasó con mucho los anteriores. La participación de los grupos de Rusia, China, Venezuela, Estados Unidos, Francia y Alemania, España, Honduras, por mencionar sólo a unos cuantos de los 17 países que nos acompañaron, prestó particular atención.

¿Debemos alegrarnos o más bien condenar el que el país dedique estos esfuerzos simplemente para festejar efemérides tan trascendentales? La respuesta es tan enfáticamente positiva, como la que se les da para festejar cualquier fecha importante en la vida personal y familiar: el bautizo del recién nacido, los quince años de una hija o la boda de los hijos.

No tiene sentido alguno negar la importancia de semejante acontecimiento ni criticar la fastuosidad de la celebración. No sólo se estaban celebrando el Bicentenario y el Centenario, sino lo que se estaba celebrando fue la fiesta de la unidad como nación y como un gran pueblo que somos.

No sólo fueron un millón y medio los capitalinos que presenciaron lo que ofreció al país los 8,000 voluntarios que integraron el desfile alegórico del miércoles y los 18,100 elementos que participaron en el desfile militar y cívico del dieciséis.

El argumento de que no hay que realizar dispendios de este tipo cae por su propio peso si se analiza a la luz del entusiasmo que los festejos del 15 y 16 inspiraron en el pueblo. Hacía tiempo que faltaba recordar de alguna manera los valores nacionales que convergen y que son los que hacen posible que enfrentemos confiados a los retos del momento.

Hay que saber cuándo y cómo aplicar los principios que rigen la vida personal y de la comunidad. La virtud de la frugalidad puede estar completamente reñida del sentido común.

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