Las culturas populares están de luto
En muchas de las hermosas narraciones arábigas de Las Mil y Una Noches, la muerte con frecuencia se alude como la separadora de amigos. En efecto, la devastación de la muerte se produce más en la región de las emociones y los afectos que en la realidad física. Por eso nos duele cuando se acerca a nosotros en las personas que amamos.
El 30 de octubre, para muchos, la muerte nos causó el estrago de arrebatarnos a un querido amigo; se fue Alfonso Flores Domene, un amigo entrañable, un maestro extraordinario.
En una ocasión escuché en una conferencia al jurista y promotor cultural Luis Garza Alejandro que si los promotores culturales de México de todos los tiempos escribieran una sola cuartilla de su trabajo, el resultado tal vez sería el más grande compendio de promoción cultural en el mundo. Ya de por sí, nuestro país es vanguardia en el campo de la promoción cultural, pero desafortunadamente nuestros promotores casi nunca registraron sus experiencias personales de trabajo. Alfonso no fue la excepción, gran conversador, promotor infatigable, organizador inflexible, lector voraz, nunca escribió sobre sí mismo; lo recordamos con su andar de caminante sin término, lo recordamos, inclinado e incansable, primero en su vieja máquina de escribir y después sobre el teclado de una computadora, rodeado de carpetas repletas de papeles, libros, fotografías, revistas, manuales o un montón de audiocasetes o de los discos compactos de su agrado. En un rincón, su cámara fotográfica y junto a él su cenicero, su cajetilla de cigarros y su inseparable tacita de café, ese era su mundo cotidiano.
Así se ocupaba de todos los avatares de la cultura como forma perceptible de la vida de los pueblos. Así interrogaba las circunstancias del arte popular en sus caminos por el reino de este mundo.
A sus amigos nos contaba anécdotas de su infancia y adolescencia, evocaba sus primeros arpegios de periodista y promotor, sus contactos iniciales con personalidades del arte y la cultura, pero nunca una línea de sí mismo, de su paso por centros o casa de la cultura, ni una palabra de su experiencia personal, nada que lo autoerigiera como protagonista de sus peripecias.
Alfonso, fiel a la tradición mexicana de los promotores culturales escribió de todo aquello que se movía en la vida de las comunidades, trató de descifrar y traducir las rutas del pensamiento contemporáneo de la cultura, tenía la ambición de abarcar todas expresiones de las culturas populares y sin temor escribió sobre ellas, sin tener en cuenta a cada línea la voz de los “magísteres”. Pero ni una frase para sí mismo.
Alfonso tuvo la excepcional capacidad de organizar y enseñar. En ese sentido, Alfonso me hace recordar a un sacerdote cubano de la primera mitad del siglo XIX: el padre Félix Varela, del que se ha dicho que fue quien enseñó a pensar a los cubanos por haber introducido la enseñanza científica y experimental en Cuba y por haber utilizado la filosofía como herramienta de investigación. Así, a muchos promotores Alfonso nos enseñó a pensar, a repensar la cultura, nos enseñó a modificar nuestros criterios y nuestras actitudes con respecto a la promoción cultural. Hizo que muchos ampliáramos el espectro de nuestras lecturas y de nuestros conocimientos. A muchos nos reveló los nombres prominentes de los ya ahora clásicos de la reflexión teórica sobre la cultura y la sociedad.
A Alfonso, muchos promotores le debemos descubrir una vocación novedosa: el entender y hacer conocer que la cultura es todo aquello que somos, que compartimos y que imaginamos. Muchos lo acompañamos cercanamente en una larga trayectoria, otros desde otras vertientes lejanas, pero en todo caso andando los caminos con la armadura de la promoción cultural, aquella que hace mucho tiempo nos hizo velar Alfonso y que tal vez hoy volvemos a tratar de limpiar y hacerla nuevamente brillar. Volvemos una vez más a subir a la montura del trabajo de gabinete o del trabajo de campo con el mismo brío que nos enseñó Alfonso.
Aun a pocas horas de marcharse, tal como diría el poeta castellano, ligero de equipaje, nos reunió a sus colaboradores y nos dejó sus últimas instrucciones, como siempre, con autoridad, sin admitir réplicas -y si las había las desarmaba con argumentos demoledores- y lo hizo con absoluta tranquilidad y con la seguridad del maestro inefable que todo lo deja en orden antes de cerrar las puertas de su aula.
Su vida plagada de aciertos también conoció el desaliento y tuvo sus momentos difíciles, él mismo no estaría de acuerdo con una semblanza monumental: Como humanista profundo no estuvo exento del error; también formó parte de su sistema de pensamiento y de su visión.
Con Alfonso se marcha una etapa histórica de la promoción cultural pero queda su paso, su ejemplo, una obra indiscutible de trabajo y de afán por la cultura, y en lo particular, por su querida región: la Comarca Lagunera. Hoy, todo lo que forma parte del patrimonio cultural tanto material como inmaterial de La Laguna fue preocupación y objeto de atención por parte del promotor cultural Alfonso Flores Domene.
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