(Esto no es una pipa, 1929). René Magritte traza un embrujo visual que no pierde vigencia.
EL SEÑOR DEL BOMBÍN
Contrario a lo que se cree, René Magritte no fue esencialmente un pintor. Fue algo distinto, viajó más lejos, aunque con justicia está considerado entre los ilustres maestros del siglo XX. Esto puede resultar paradójico, pero es frecuente que al hablar de Magritte se tropiece una y otra vez con paradojas. Antes de seguir especulando, sugerimos al lector imaginar a Magritte. Es relativamente sencillo: era un señor muy educado y correcto. Vestido con traje y bombín, todos los días paseaba por las calles de Bruselas acompañado de su perro. Gustaba de comprar golosinas y jugar ajedrez. Odiaba viajar, vivía en una cómoda y moderadamente lujosa casa burguesa. No tenía estudio, trabajaba en el comedor o incluso en la cocina; un caballete, una sencilla caja de pinturas y unos pedazos de carbón le eran suficientes.
Pero debajo de ese mundo convencional se asomaba un dejo de ironía, un sentido del humor vivo y a veces malicioso. Obsesionado en su juventud con Fantomas, el asesino misterioso, Magritte se convirtió como su héroe en un maestro del disfraz. Ser ‘normal’ lo hacía perderse como un espíritu que observa, suelta una carcajada y desaparece. Resulta sorprendente que este señor de bombín negro fuera considerado un emérito surrealista, pues mientras Dalí hacía del escándalo un espectáculo y el resto de los surrealistas se regodeaba en la provocación, él se dedicaba a pintar en silencio.
Sus creaciones nos dicen que detrás del hombre convencional había un hervidero de imágenes; éstas a su vez parecen esconder un mensaje cifrado. Todo en él son puertas que se abren para descubrir otras puertas. En su obra hay un adentro y un afuera, ambos pueden coexistir o uno reemplazar al otro. Pensemos en un objeto cualquiera, con un nombre que sólo como signo escrito o vocablo nos hace regresar al objeto, es decir que la letra y la voz sustituyen a lo real. La imagen por su lado puede prescindir de la letra y la voz y tener una vida propia, sin nombre. Este hilo de ideas nos invita a cuestionar la relación entre símbolos y cosas, y en sus últimas consecuencias nos puede llevar a darnos cuenta de que nuestro mundo no es más que un juego de convenciones haciendo las veces de muro que protege, ordena y nos ayuda a vivir en medio del caos. Queremos deshacernos a toda costa de la incertidumbre pero Magritte, ese señor del bombín, no podía vivir sin ella.
LA CLAVE SECRETA
Magritte nació en 1989 como el mayor de los hijos de Leopold Magritte, comerciante de textiles y Regina Bertinchamps, fabricante de sombreros. El pequeño René gustaba de jugar a ser sacerdote y fantaseaba con el incienso y los confesionarios. A los 12 años comenzó a estudiar pintura y tenía 13 cuando su madre, presa de padecimientos nerviosos crónicos, se suicidó lanzándose a un río de donde fue extraído su cadáver con el camisón envuelto en la cabeza. Si se cubrió el rostro ante la muerte o la corriente levantó su vestido es algo que no se sabe. Contrario a la leyenda, el nativo de Lessines (Bélgica) no presenció este hecho, pero más de una vez surgen en sus lienzos personajes con el rostro cubierto por tela.
Siendo un adulto joven y con la firme convicción de ser artista, Magritte osciló de una influencia a otra en busca de su propia voz. Sus primeros trabajos fueron de corte cubista y futurista. Pero más que un estilo o una tendencia, el joven buscaba un sentido para la pintura. Las vanguardias de principio de siglo habían demostrado de forma irrefutable que el arte no podía ser una mera representación de la realidad. No se trataba ya de crear ‘belleza’ o de ser un ‘virtuoso’. El arte debía responder ante la brutalidad de la guerra, frente a los problemas éticos y sociales. Y en esa lucha cada quien tomaba partido: destruyendo la forma como los cubistas, aniquilando la noción de arte como los dadaístas, recurriendo a las potencias sexuales ocultas como los surrealistas o ensalzando las máquinas, la destrucción y la guerra a la manera de los futuristas. El temperamento reflexivo, analítico e irónico de Magritte encontró una natural afinidad con el movimiento surrealista. La clave llegó cuando encontró la obra de Giorgio de Chirico y sus atmósferas metafísicas. Conmovido, descubrió que la pintura podía ser una forma de poesía que rompiera con los hábitos mentales adocenados. Esta nueva frontera ofrecía la posibilidad de cuestionar al mundo desde una gramática del misterio que usara el pensamiento como llave para abrir anomalías y a la razón como bisturí para acceder a lo innombrable.
LA TEORÍA DE LA CUCHARA
Magritte decía que no pintaba para crear armonías de color sino combinaciones mentales. Sus primeros años como artista no fueron del todo exitosos y vivió de hacer anuncios; se pude ver algo de su experiencia como diseñador en la contundencia y equilibrio de sus composiciones. Una breve y difícil estancia en París lo convenció de que su destino no era estar en las capitales del arte. Su capital, plaza y fortaleza era su imaginación, así que no tenía por qué salir de Bruselas. Aun cuando el éxito eventualmente llegó, Magritte, resuelto en su búsqueda interior, evitó los reflectores. Con paciencia pulió su lenguaje y renunció a ser una celebridad para convertirse en una leyenda.
Su investigación sobre la realidad de los objetos traza líneas paralelas con las experiencias de Marcel Duchamp, padre del arte conceptual. También se le considera pionero del arte pop en tanto que integra utensilios cotidianos en sus obras y manifiesta abiertamente la influencia de medios de reproducción mecánicos como la fotografía (él mismo experimentaba gustoso con su cámara) y el cine. No se refugió en el arte del pasado ni quiso crear una escuela, se dedicó a cuestionar el tiempo presente. Cuando plasma una manzana y escribe Esto no es una manzana nos dice que no importa qué tan realista sea, la pintura no reemplazará al objeto; pero éste se puede materializar en un pensamiento. Así, el tema de sus cuadros y el título operan juntos para extraviar al espectador.
En este juego lo cotidiano es extraño y se filtra un sentimiento de irrealidad propio de la fragilidad humana. Ese aire insondable que hizo escribir al poeta Eliseo Diego: Y esta es una cuchara, que alude a los principios y las postrimerías, y en resumen al incalificable desvalimiento de hombre. Dicho de otro modo, somos los únicos bichos del planeta que usamos cucharas para comer. ¿No es de algún modo extraño y conmovedor? ¿Qué es ese pedazo de hierro que nos llevamos a la boca? ¿Y por qué creemos que es normal comer con semejante prótesis? Cuando rompemos el compromiso entre la mente y la realidad se entra en el juego de la fantasía, que a su vez, taladra realidades ocultas. Llegados a este punto comenzamos a hablar en el mismo idioma que René Magritte.
EL MAESTRO INVISIBLE
Magritte pintaba muy bien: todo en su sitio, proporcionado y claro. Por eso, ante exposiciones como la que se lleva a cabo actualmente en el palacio de Bellas Artes, más de un espectador queda frío notando que el original y la reproducción no son esencialmente distintos. Podríamos apelar que frente a un Van Gogh se percibe el ‘aura’ del genio atormentado o que ninguna postal podría reproducir lo que el ojo ve en un Rembrandt o Leonardo genuino. Pero Magritte no se complica la vida, lo suyo es hacer imágenes, servirse de la pintura como un medio. Podemos decir que no tiene un estilo sino un repertorio.
Resulta sencillo para los artistas sumarse a un movimiento antes que hurgar en sí mismos. Magritte hizo lo segundo y generó estrategias personales para lograr sus fines. Más que un asunto de pinceles, es un reto en la creación de situaciones donde se vale de recursos como el aislamiento cuando un objeto es liberado de su rol habitual, situado en un espacio extraño para él. Así, una roca puede ocupar una habitación y ambos elementos se transforman. La modificación, cuando se le asigna al objeto una propiedad ajena a su naturaleza habitual: ingravidez a una montaña, cuerpo de roca a un ave en vuelo. O también se pueden hibridar elementos: zanahorias y botellas, rostros que son torsos, ojos que son cabezas y manzanas como caras. Cambios en la escala, posición o sustancia de las cosas: una botella más alta que un bosque, un hombre diminuto como un cepillo. Choques accidentales entre entidades disímbolas, un auto y un caballo volador, una nube y una montaña suspendidas. Paradojas y antítesis, como un vaso sobre una sombrilla o ataúdes sentados como personas. Bipolaridad: una montaña en forma de pájaro, recortes que insinúan o asemejan figuras o paisajes que están dentro y fuera de una habitación al mismo tiempo. Este sería, a grosso modo, el estuche de cirujano de René Magritte.
Cuando la gente pregunta ¿qué significa?, supone que todo puede ser explicado. Magritte demuestra que hay una poesía inherente en el hecho de abandonarse al misterio, y entra en él de la manera más elegante: con el raciocinio y la intuición. Por eso no ofende a su memoria decir que más que un pintor fue un hombre que hizo su pensamiento comunicable a través de la pintura. Prestidigitador, Fantomas, espíritu incisivo y melancólico que dejó abierta la ventana de la mente y sus enigmas.
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