Por andarnos angustiando por que Javier Aguirre se regresará a Europa en cuanto termine su chamba con los Ratoncitos Verdes (loco estaría si se queda), se nos pasó comentar el aniversario de un evento que, a medida que pasa el tiempo, adquiere proporciones cada vez mayores: el 11 de febrero de 1990 el Gobierno sudafricano liberó al preso político más conocido del mundo, Nelson Mandela. Ahí empezó un proceso que, en cierta forma, culminará en junio de este año: un país que hace dos décadas era un paria internacional, considerado como una especie de leproso, y que no podía participar en ningún certamen internacional, albergará el evento deportivo más visto del planeta. Un país que estaba oficialmente dividido en castas como ningún otro, se ha ido integrando y funcionando como una unidad. Sigue teniendo inmensos problemas (que, mucho me temo, vivirán en carne propia los visitantes del Mundial, sobre todo si los ingenuos creen que será igualito que Alemania 2006); pero Sudáfrica es un lugar mil veces más feliz y esperanzador que hace veinte años.
Mandela nació en la realeza de su tribu, razón por la cual tuvo la fortuna de estudiar. Se graduó de abogado (alguna pata tenía que meter) e intentó usar sus conocimientos y habilidades para socavar el hediondo régimen del Apartheid, que instituía la segregación racial legalmente sancionada, condenaba a los bantúes o negros a la posición de ciudadanos de tercera, y permitía su explotación en uno de los países más ricos en minerales. Esos intentos pacíficos fueron recibidos con garrotazos por el régimen blanco, que se ponía más paranoico a medida que nuevos países africanos se independizaban... y quedaban en manos de sus mayorías negras.
El régimen del Apartheid jugó bien sus cartas durante la Guerra Fría: alegaba que la Oposición negra era comunista, lo que le permitía recibir ayuda de unos Estados Unidos que lo condenaban (igual que buena parte de la comunidad internacional) sólo de dientes para afuera. Cuando a principios de los años sesenta resultó obvio que por las buenas no iba a haber ningún cambio, el grupo político de Mandela, el Consejo Nacional Africano, decidió cambiar de táctica. Mandela formó un brazo militar (llamado "Lanza de la nación") para realizar actos de sabotaje contra objetivos simbólicos del régimen racista (procurando siempre que no hubiera heridos ni muertos); y empezó a prepararse para una guerra de guerrillas, en caso de que la campaña de bombazos no funcionara.
Para el régimen blanco, las primeras explosiones fueron como una lanzada en el flanco de un elefante: se revolvió con furia buscando a los responsables. Finalmente, Mandela fue capturado en agosto de 1962, y dos años después fue condenado a prisión perpetua por actos de sabotaje (único cargo que admitió), traición a la patria, instigar una invasión extranjera y hacer trampa en el pipis-y-gañas. Por su supuesta peligrosidad, fue enviado al equivalente sudafricano de las Islas Marías: Robben Island.
Ahí pasó dieciocho de los 27 años que estaría en prisión, fundamentalmente picando piedra... literalmente: los trabajos forzados se hacían en una cantera. Las esquirlas de roca le dañaron la vista desde entonces.
Pero a medida que pasaba el tiempo, el régimen racista se desprestigiaba cada vez más, y el nombre de Mandela se convirtió en un símbolo de la resistencia a la injusticia. En un momento dado, allá por los ochenta, Mandela era uno de los personajes más conocidos del mundo al que nadie reconocería si se lo topara en la calle: las últimas fotos conocidas suyas eran de veinte años atrás.
También por esos años, los ochenta, resultaba evidente el desgaste del régimen: la política de segregar de manera definitiva a los negros en pseudo-países miniatura (los bantustanes) fracasó miserablemente, y el desprecio del mundo empezaba a pegarle a una economía que se estancaba. Además, la carta del comunismo ya no se la creía ni su abuela, mientras Gorbachev desmantelaba al imperio soviético. La luz al final del túnel se presentó, como tenía que ser, en el Annus Mirabilis de 1989. En septiembre de ese año, un hombre pragmático llamado Frederik Willem de Klerk asumió la Presidencia de Sudáfrica.
F. W. de Klerk, como pasaría a la historia, no se chupaba el dedo: sabía que tenía que haber una transición a un sistema que incluyera a los negros a nivel de igualdad y ciudadanía plena. Y el único interlocutor válido era (o parecía ser) Nelson Mandela. Así que en menos de seis meses se las arregló para amnistiarlo y sacarlo de la prisión (más cómoda) en la que había estado recluido durante sus últimos años de cautiverio.
Por supuesto, una cosa es ser símbolo y otra es funcionar en el mundo real. Recuerdo haberme preguntado en aquellos días si Mandela estaría a la altura de las circunstancias. Porque claro, durante más de un cuarto de siglo de picar piedra, vaya uno a saber qué tan bien le funciona la tatema a cualquiera. Y mientras una persona lucha contra dificultades insuperables, sobredimensionamos sus virtudes e ignoramos sus defectos. ¿Y qué tal si Mandela resultaba un mediocre vengativo? ¿Y qué tal si en realidad era limitado de visión, encerrado en el mundo de los sesenta, el último que había conocido como hombre libre? ¿Y qué tal si durante lustros se había ensalzado a alguien que no daría el ancho a la hora de la hora? Para acabar pronto: ¿y si Mandela hubiera resultado Vicente Fox?
(Sí, sí tuvo su Martita: su esposa Winnie Mandela, que durante todo el tiempo de su cautiverio tuvo las simpatías del mundo, apenas tuvo el poder se convirtió en una arpía que terminó en la cárcel, y de la que Mandela se divorció en cuanto pudo).
Para fortuna de Sudáfrica y el mundo, Mandela sobrepasó las expectativas: sabía que tenía que cicatrizar muuuchas heridas, reconciliar a una sociedad que nunca había sido una nación, acabar con el Apartheid sin espantar a los blancos, darle cerrojazo (que no carpetazo) al pasado, pero creando una sensación de justicia (La Comisión de la Verdad, lo que debimos haber hecho aquí en lugar de la inútil Fiscalía sobre el 68 y la Guerra Sucia, que para maldita la cosa que sirvió). De la mano con de Klerk desmanteló el Apartheid y en 1994 fue electo como el primer presidente bantú de Sudáfrica. Ninguna de las peores previsiones sucedió: ni Sudáfrica se colapsó ni hubo una emigración masiva de blancos ni nada por el estilo. En gran medida, por la inteligente y compasiva conducción de Mandela, quien resultó mucho mejor líder en la práctica que lo que uno hubiera imaginado cuando era preso político. Mientras más tiempo pasa (ya cumplió 91 años), su importancia se magnifica: Mandela es uno de los gigantes de nuestra era.
Suerte que tienen los bantúes: allá el valiente opositor resultó estadista; acá, un ave con exceso de volumen en el trasero.
Consejo no pedido para evitar que su esposa tenga nombre de salchicha. Vea "Invictus", en cartelera. Sobre los años de prisión de Mandela, la interesante "Adiós, Bafana" (Goodbye Bafana, 2007), desde la perspectiva de un guardia que lo apreciaba. Ya encarrerados, escuche las canciones "Mandela Day" de Simple Minds; "Bring him back home (Nelson Mandela)" con Hugh Masekela (también hay una versión genial con Paul Simon y Ladysmith Black Mambazo); y "Nelson Mandela, sus dos amores", con Pablo Milanés. Provecho.
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