Mártires de la popularidad, súbditos del spot, estrellas de la videopolítica y esclavos de su productor o patrocinador, los políticos mexicanos son singulares en el afán de mantenerse, a como dé lugar, en el ánimo de la ciudadanía... y cada vez practican menos lo que supuestamente saben hacer: política.
Se enamoran con facilidad de las artistas de televisión o de quien tenga algo de popularidad que compartir. Confiesan sus más íntimos secretos a las revistas del corazón, pero después exigen respeto a su vida privada. Invitan celebridades internacionales aunque no sepan ni quiénes son. Visten cualquier disfraz con tal de figurar. Inventan fantasmas para justificar sus fracasos o ganar rounds de sombra. Lanzan spot tras spot aunque, con su rintintín, perforen el tímpano del elector.
Curiosamente, en ese incontenible deseo de ser el primer protagonista de la nación y mostrarse diferentes de los demás, casi todos terminan por echarse en brazos de su patrocinador y terminan por parecerse más entre sí.
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En esa subcultura política, todo sirve para la promoción personal y el crecimiento de los índices de popularidad.
Igual sirve el combate al crimen que la entrega de despensas a los necesitados, el calentamiento global, la inauguración de una obra sin terminar, la firma de un importantísimo acuerdo, el corte del listón de un local comercial, el uso de los anhelos nacionales para beneficio personal y, desde luego, la palabra, ese instrumento fundamental devaluado de más en más.
Ese infernal aparato de propaganda tiene por costo no sólo el uso de recursos públicos para fines privados sino, sobre todo, las ataduras que con sus propias manos tejen los políticos para quedar amarrados a los factores reales de poder que sonríen al verlos caer en su red o bolsillo.
Así, esos poderes fácticos aseguran que, si su patrocinado corona su ambición con el puesto indicado, será inofensivo si intenta afectarlos. El político podrá hacer la revolución que quiera, excepto en la milpa, el sindicato, la industria, el banco, la televisora o el negocio de su patrocinador o productor.
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En el irrenunciable deseo de traer encima luces y micrófonos, cada político presume tener su estilo personal aunque, en realidad, la mayoría hace lo mismo sin excluir el ridículo.
Así, se ha visto a un gobernador calzar zapatos de golf al ir en auxilio de los damnificados por un huracán, a un candidato frustrado sacar su jet ski para rescatar gente de una inundación, a otro gobernador abordar un lanchón para no mojarse los pies, a uno más calarse el quepí de comandante para ordenar barrer el lodo y a infinidad andar en bicicleta, coger una pala o escoba, bailar, cantar, cocinar en red nacional, dar interesantes entrevistas de pago previo o lo que se pueda.
Desde luego no sólo en ese ámbito se lucen los políticos, también lo hacen con toda solemnidad, pero sin seriedad en los asuntos de gran trascendencia. Así, se les ve saludar a premios nóbeles aunque no atiendan su conferencia, fustigar a quien se pueda cuando se les derrumba el supercaso del sexenio, exhibir por capítulos al trofeo de caza del último operativo o poner cara compungida al dar el pésame a los familiares de un caído sin querer o, bien, echar mano del twitter para arrostrar el desafío de decir nada en 140 caracteres.
No importa la circunstancia, le han encontrado el modo de estar ahí donde el rating de su popularidad puede subir... aunque ya no recuerden hacer política.
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Detrás del escenario donde el político se mueve como príncipe del show y estrella de la declaración están los hilos, las cuerdas y los cables del poder, la tramoya que ampara su actuación y, desde luego, en la penumbra, el patrocinador o productor que invirtió en la puesta en escena por los inconmensurables beneficios que va a obtener.
Cuando puede, cada político escoge a su patrocinador; cuando no, si el patrocinador le ve madera, lo atrapa a él. Y, al paso del tiempo, cuando llega el momento de pagar al sponsor, aparece el elenco de personajes que constituirán el retén a cualquier intención de reformar o afectar los privilegios, las prerrogativas o concesiones de su gremio o negocio así sea en beneficio de la nación.
Entonces, aparece la maestra con la boleta electoral y no de calificación, el cardenal llevando de la mano a su sobrino el gobernador, el concesionario con su secretario domesticado, el líder de los precaristas coreando al precandidato, el vendedor de alimento chatarra engordando niños, el dirigente petrolero tolerando al director, el arrendador de clientela política canjeando el apoyo... Aparece todo aquel que invirtió en el político reclamando el usufructo de su patrocinio.
El problema se agrava más tarde. Cuando el político declara y cree, así son, que se encuentra donde está porque recibió la condecoración del voto y presume tener por sólo compromiso el bienestar de la nación. Lo declara sin mucho movimiento de manos porque, aun antes de acceder al poder, se encuentra maniatado por su patrocinador.
Ahí termina la ilusión. La educación no mejora, los monopolios imponen su capricho, el alimento chatarra nutre la obesidad, la reserva ecológica se fracciona, los montes se pelan, los manglares ceden su espacio al hotel... y el crimen, el de mezclilla o de corbata, sigue en lo suyo, mientras la nación se desespera.
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Viene a cuento lo anterior porque ya arrancó la precampaña presidencial y quienes ya levantaron la mano repiten la historia.
Todavía no arranca en serio la contienda y los precandidatos ya cargan un costal de compromisos con este o aquel grupo de interés. Tejen los nudos de su atadura, aunque juran ser más libres que el viento y traer un espléndido proyecto de nación. Repetir por enésima vez esa rutina hace del espectáculo de la política una sórdida comedia y anticipa que nada habrá de cambiar si el concurso electoral es igual al de ayer.
Exigir a los políticos hacer política es absurdo, pero necesario. Si no acuerdan ni emprenden la imprescindible reforma del poder y el rediseño institucional, da igual el sucesor. Quien ocupe la residencia de Los Pinos no podrá gobernar porque, de nuevo, será presa de sus patrocinadores o productores. Administrará problemas, sin darles solución.
Imaginar un sexenio igual a este o al anterior, donde de nuevo la frivolidad o la imposibilidad constituyan su sello, provoca desesperación. Los mártires de la popularidad ya dieron de sí. El país requiere políticos, no súbditos del spot patrocinado.
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