LOS CAUTIVOS
Han transcurrido once años desde aquel dos de febrero en que falleciera el padre Manuelito. Parece que fue ayer cuando sacerdotes y laicos acudimos a la misa para celebrar su entrada triunfal a la Casa del Padre.
Recuerdo muy bien que en esa Eucaristía hubo momentos de dolor, y también de alegría. El Apóstol de los presos, de los enfermos y de los que no tienen casa, dejó el campo listo para la cosecha, preparó la tierra con sus propias manos y la fertilizó con el amor sincero que en todo momento ofreció a sus semejantes. Su grandeza radicaba en las obras que realizó, a pesar de la escasez de recursos que siempre padeció; pero más que nada, estriba en esa humildad que lo caracterizaba dejándole todo a la Divina Providencia. Los que tuvimos la bendición de conocerlo y de tratarlo, nos hemos sentido de un modo u otro alentados por su ejemplo; pero nuestra vida ya no ha sido la misma desde aquel día cuando lo vimos partir a reunirse con su Padre.
Nos duele su ausencia, pero al mismo tiempo nos reconforta saber que sus grandes obras continúan de pie y que los servidores que formó permanecen en su puesto.
En su paso por este mundo, convirtió a muchas almas que se hallaban extraviadas, conduciéndolas por el camino seguro que nos lleva a la vida eterna -en la que no habrá congoja, ni sufrimiento, vejez, ni muerte, y las hizo que conocieran a Jesucristo.
A los indiferentes los puso a trabajar a favor de los más desprotegidos, de los presos, de los enfermos y de los repudiados que desprecia la sociedad. Su cuerpo era tan frágil, que parecía que el viento se lo iba a llevar en un descuido, y a pesar de ello, yo siempre lo vi como un árbol frondoso a cuya sombra se refugiaban los desfallecidos por el agobiante andar a través del árido sendero de la vida. Su mirada tranquila y su sonrisa de hombre
bueno, tranquilizó a muchos que estaban al borde de la desesperación e intentaban privarse de la vida. Sus palabras sencillas nos invitaron siempre a ser dóciles y a tomar en
cuenta para todo la voluntad de Dios.
En aquellos años, cuando alguien me alteraba mencionando únicamente cosas materiales, como el dinero, las posesiones, las riquezas; y sentimientos adversos, como el odio, las reclamaciones, las envidias y muchas otras cosas más que intranquilizan el espíritu, yo pensaba en el Padre Manuelito,que con su pobreza, sencillez, espiritualidad y paz en Jesucristo, lo tenía todo, absolutamente todo.
Cuando el Padre Manuelito estaba aún entre nosotros, un día me invitó para que impartiera una plática en el Centro de Readaptación Social. Eran las diez de la mañana
cuando ingresamos al Cereso -después de pasar por una minuciosa revisión de todos
los objetos que llevábamos en las bolsas de la ropa. Caminamos por escaleras y
pasillos, entre rosales amarillos y árboles frutales -dejando atrás la libertad que muchas
veces no apreciamos. Cerraduras y puertas se fueron abriendo una a una, hasta
llegar sorpresivamente a un patio que hace las veces de salón de actos.
Un ochenta por ciento de los internos puso atención a mis palabras, y el resto, continuó con sus trabajos habituales. A los que me escucharon, les hablé de la familia, del amor y de la fidelidad conyugal, de los hijos, de la esperanza, de la superación personal,
de las oportunidades que la vida otorga, del arrepentimiento y de la alegría de vivir. Les recalqué una y otra vez, que el tiempo en la prisión es tiempo de santificación.
En determinados momentos sentí que les estaba arrojando una brasa ardiendo entre sus manos, pero ésa era la única manera de llegar a sus corazones y lograr una posible conversión de su alma. Al terminar, varios internos me invitaron a quedarme con ellos a platicar. Me disculpé por falta de tiempo, sin embargo me di cuenta que todos los allí reunidos teníamos hambre de cosas espirituales, sed de Dios y deseos de una mayor espiritualidad. Fueron varias las personas que al verme enviaron emotivos saludos a sus familiares. La soledad de aquellas paredes contrastaba enormemente con la sobrepoblación que en esos años existía. Las muestras de afecto para el Padre Manuelito se repitieron una y otra vez. El agradecimiento para este gran sacerdote se descubría en cada gesto y en cada palabra de los internos. Era como un padre para
ellos; un guía que marcó su camino; un consejero que estaba siempre dispuesto a
escucharlos; un confidente de sus secretos y un consuelo para sus largas horas de tristeza. Durante su vida, en todo momento hizo lo que Cristo hubiera hecho con los que
sufren. Pensé en los reclusos pobres que son inocentes, que permanecen encerrados
porque no tienen dinero para defenderse, y que veían en el Padre Manuelito, un refugio
seguro a sus desgracias. Cuando llegó la hora de partir, por más que busqué, no pude encontrar indeseables, ni ladrones, delincuentes, ni asesinos. Tampoco miré secuestradores, defraudadores, traficantes de drogas, ni violadores. Solamente
descubrí almas atormentadas que sufren por los errores cometidos, gente que se avergüenza por lo que hizo, y conserva la esperanza de un posible cambio en su vida.
Hijos de Dios que fueron creciendo sinque alguien los orientara, sin valores morales,
y por eso habían delinquido, violando las leyes de los hombres. Hermanos nuestros que esperan con ansiedad que alguien les tienda una mano, les dé una oportunidad y los rescate del abismo estremecedor donde se encuentran.Cuando salí de aquel lugar, mi persona ya no era la misma. Verdaderamente estaba impresionado al haber penetrado por vez primera a un centro de readaptación. Lo que allí se aprende, es muy superior a lo que cualquier persona pudiera llegar a enseñar. En tan sólo unos cuantos minutos se supera la experiencia que se adquiere durante muchos años en la llamada "libertad".
Al estar pensando en todo lo que había vivido, escuchado y sentido en el reclusorio, tomé entre mis manos aquella credencial que días antes me obsequiara el Padre Manuelito. Una cita bíblica de Nuestro Señor Jesucristo -que en ella aparece, y mencionada por Lucas el evangelista, me hizo reflexionar profundamente en cada una de sus palabras: El espíritu me envió a proclamar la liberación de los cautivos. Me llamó la atención, porque a final de cuentas, todos permanecemos encadenados. Algunos al alcoholismo, otros a la pornografía, a las drogas, al adulterio, a la ociosidad, a la avaricia, a la indiferencia religiosa, al odio, a la mentira, a la ausencia de Dios, a la maldad, a la irreflexión, a la violencia, y a la intolerancia. Todos somos prisioneros que anhelamos liberarnos de las cadenas que nos oprimen, que nos limitan, que nos atormentan. Solamente aquellos bienaventurados que consigan romper las ataduras del pecado, podrán alcanzar tarde o temprano la paz del espíritu que inunda los corazones buenos.