Dedicado a un buen amigo que fue inmensamente rico porque en vida tuvo 23 nietos.
Todas las edades por las que vamos pasando son hermosas y tienen para el ser humano un sinfín de satisfacciones. Cuando llegamos a ser abuelos, empezamos a experimentar un gran cariño por los nietos, que podemos catalogar como diferente a lo que sentimos cuando tan sólo éramos padres.
Es distinto, tal vez, porque se trata de una etapa en la cual acostumbramos hacer balance de nuestra vida a cada instante para analizar qué tanto hemos avanzado, y al mismo tiempo nos damos cuenta que el final de nuestra existencia se localiza a la vuelta de la esquina. Al contar las bendiciones recibidas, tomamos conciencia de que por los nietos ha valido la pena tanto esfuerzo, tantas mortificaciones y tantos desvelos.
Al verlos, se nos alegra el corazón y sus palabras de cariño son miel en los momentos de tristeza.
Es importante señalar que la inocencia de los niños es posiblemente uno de los más grandes regalos que Dios ha dado a la humanidad. Ellos vienen a renovarnos abriendo un nuevo sendero que agiliza nuestros pasos, poniendo un toque mágico a nuestros actos y dándole un fresco impulso a lo que hacemos.
Cuando los tenemos cerca hacemos gala de paciencia a pesar de sus diabluras y al estar lejos ansiamos su presencia. Solamente a ellos les toleramos que revuelvan los cajones del escritorio y los entrepaños del armario en los cuales guardamos objetos personales. No nos molestamos si quiebran alguna figura valiosa de la sala o si dejan tirada su ropa en la recámara.
Los domingos cuando llegan de visita no nos quejamos si se arma un alboroto al reclamar cada uno como suyos los juguetes que tenemos en casa para todos. Cuando lloran, nos preocupamos si algo les duele, y cuando enferman, corremos a su lado sin importar la distancia en que se encuentren.
Ellos saben que siempre contarán con nosotros y allí estaremos cuando más nos necesiten. Por las noches oramos para que su ángel guardián los proteja y para que al ir creciendo no se aparten del sendero del bien.
Son ellos los que nos invitan con su actitud y su alegría a vivir más tiempo, porque sus ocurrencias son un oasis en medio de la problemática cotidiana y del cansancio que desgasta.
Nos da gusto descubrir en sus rasgos físicos, en su manera de ser, en su voz y en la expresión de su rostro, cierto parecido con todos aquéllos que fueron sus ancestros: como la tía, las hermanas ausentes, nuestro padre, la abuela, y todos aquéllos a los cuales nosotros amamos y que por desgracia ya no se encuentran en este mundo, para que el mundo constatara su parecido.
¡Si se hubieran podido conocer entre ellos...! Ahora nos preguntan: ¿Quiénes son ésos que están en las fotos? Si supieran que descienden de ellos… Los viejos y los niños suelen zanjar con increíble facilidad la brecha generacional.
El abuelo y el nieto se entienden muy bien; a ambos les gusta hacer travesuras, magia, bromas, experimentar aventuras, compartir gustos y pasatiempos, asombrarse de las maravillas de este mundo, y tomar a broma lo que en otras edades mortifica y quita el sueño.
Cuando el abuelo cuenta emocionado a los nietos sus anécdotas, da la impresión como si quisiera vivir de nuevo las épocas pasadas, como si anhelara dar marcha atrás a las manecillas de ese reloj que sin saber por qué, avanzó en los últimos años demasiado aprisa. Si les dice que anteriormente no había televisión, no lo pueden creer.
Si les aclara que cuando él era niño, su abuelo tenía en la casa un refrigerador al cual se le colocaba en su interior varios trozos de hielo para que enfriara; y a la plancha, pedazos de carbón ardiente para que calentara, les parece verdaderamente imposible. Cuando habla de sus recuerdos, se le inundan los ojos de lágrimas… porque son tantas las cosas que recuerda, y muchas de ellas duelen, y muchas de ellas lastiman el alma comprimiendo el corazón.
Al terminar de contar sus experiencias, el abuelo sonríe porque uno de los nietecitos le contesta: “que todas esas historias son muy extrañas, que posiblemente las está inventando, pero que de ser ciertas sucedieron hace miles de años”.
Los abuelos tenemos la misión sagrada de inculcar en los nietos la semilla de la fe para que su alma joven se robustezca y conserve siempre el impulso necesario para no flaquear en los momentos de dudas, desesperación y angustia.
El amor a Dios se les enseña desde niños con la oración llamada Padre Nuestro, para que al encontrarse frente a la vida, en los años venideros, sean espirituales, sencillos, trabajadores y honrados; sepan pedir perdón, misericordia, consejo, consuelo, y sobre todo ayuda. Los abuelos se asombran todos los días al observar la inteligencia de sus nietos; son generaciones diferentes y más avanzadas que van surgiendo, que tienen unamayor facilidad para ciertas ramas como la computación que ha quedado prácticamente vedada para los que no tuvimos la oportunidad de estudiarla en su debido tiempo.
A todos los abuelos nos gustaría que alguno de los nietos llevase nuestro nombre, para que cuando faltemos, la familia recuerde el efímero paso que tuvimos por la tierra. Sin embargo, no nos atrevemos a pedirlo, porque sabemos que cada hijo tiene sus preferencias de nombres y sus compromisos con su cónyuge.
Cuando los pequeños nietos -primos entre sí- aman verdaderamente al abuelo, se pelean diciendo “que es únicamente abuelo de cada uno de ellos” y no lo quieren compartir.
Éstas son algunas de las satisfacciones que se reciben cuando llegamos a ser abuelos, y la verdad es que observarlo tiene un valor más grande que todo el oro del mundo. Los que ahora somos mayores, conservamos un recuerdo grato de los abuelos. Conocimos sus limitaciones, sus errores y todos sus aciertos.
Recordamos sus anécdotas, sus sacrificios, el relato emocionado de sus aventuras, los sufrimientos que padecieron cuando alguno de sus hijos falleció, o cuando se equivocó en sus decisiones más importantes. Cuando mis nietos crezcan, voy a pedirles que me ayuden a plantar un árbol en el jardín de la casa, para que se convierta en un símbolo de la unidad familiar. Haremos entre todos un agujero grande en la tierra, y después de abonarlo, acudiremos a la nobleza que tiene el nogal depositando sus raíces en el suelo. Cuando llueva y se mojen sus ramas, se nos alegrará el corazón al descubrir que hemos creado momentos irrepetibles para ser recordados, y todo ello nos ayudará a permanecer mentalmente juntos aunque la distancia nos separe.
El ver nuestro árbol a diario, o cada vez que estemos reunidos, aumentará la confianza en la vida, y su lento pero seguro crecimiento nos ayudará a buscar soluciones afortunadas en los momentos difíciles, a enfrentar los retos que se presenten… y a dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas.
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