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MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS

COSTUMBRES Y TRADICIONES PALESTINAS

JACOBO ZARZAR GIDI

Los palestinos que llegaron a México durante los primeros años del siglo pasado, lo hicieron buscando mejores condiciones de vida, alejándose al mismo tiempo del dominio turco que oprimió por más de cuatrocientos años a la población de origen árabe. Aquellos inmigrantes entraron principalmente por el Puerto de Veracruz en donde existía un comité de recepción formado por paisanos que con anterioridad habían hecho su arribo a tierras mexicanas. Esa bienvenida les daba fuerza y entusiasmo para continuar su viaje a las diferentes ciudades de la República.

Muchos de ellos ya sabían a dónde dirigirse porque tenían conocimiento de otros palestinos que con anterioridad se había instalado en diferentes zonas del país y les estaba yendo bien. Entre ellos no existía envidia ni recelo, y se aconsejaban sinceramente sobre qué artículos convenía vender en cada población porque se encontraba virgen el mercado o porque era poca la competencia que allí existía. De Veracruz, -la mayoría tomó un tren que los condujo al Distrito Federal, y de allí hacia el norte con dirección a Monterrey, Saltillo y lo que sería más tarde la Comarca Lagunera. Vinieron de lejos, de tierras palestinas, cruzaron el océano durante más de treinta días y llegaron a un sitio que no conocían. Amaban su país de origen, y Belén su terruño -donde nació Jesucristo, pero también supieron respetar y querer a su nueva patria. Del Medio Oriente trajeron entre sus baúles, viejas costumbres y prácticas muy rígidas que fueron heredando a sus descendientes.

Las investigaciones que hemos hecho nos dicen que fueron muy pocos los que llegaron con dinero en el bolsillo, pero todos arribaron con grandes deseos de trabajar. Comenzaron de la nada, vendiendo su mercancía en abonos, pronunciando el español chueco y con mucha dificultad. Salían muy de mañana, con un sombrero de paja, a pie, en bicicleta o en autobús, rumbo a los ranchos, con una pequeña libreta y un lápiz para anotar las ventas a crédito de los artículos que vendían, entre los que se encontraban: peines, colchas, cobijas, cortes de tela, rebozos y uno que otro artículo de mercería. Originalmente, el español hablado por los palestinos se reducía al vocabulario que se usa en la compraventa de mercancías. Después se fue ampliando, pero algunos se quedaron con el acento extranjero, el cual lo pronunciaban con voz muy fuerte. Hay que tomar en cuenta que el árabe es un idioma extremadamente complejo en cuanto a su ortografía, sintaxis y prosodia, quien lo habla como lengua materna adquiere cierta facilidad para aprender otros idiomas. Lo contrario sucede a quien, por ejemplo, primero aprende el español y luego quiere enseñarse a hablar el árabe.

Después de muchos sacrificios se instalaron en una tienda que inicialmente era de renta, y una puerta trasera los conducía a dos o tres pequeños cuartos en los cuales vivieron con ciertas limitaciones. Era costumbre que en esa casa se alojara la pareja con todos los hijos que fueran naciendo. Allí permanecieron hasta alcanzar la edad suficiente para contraer matrimonio, y en esos momentos se separaban para irse a vivir a otro lugar.

Algunas personas aún recuerdan a uno que otro paisano -entre ellos a mi abuelo paterno, cuando fumaba “el arguile” sentado en una mecedora afuera de su casa después de cerrar la tienda. También recuerdan al jefe de la casa, al padre estricto de voz enérgica, que cuando hablaba, todos ponían atención, y cuando se enojaba, parecía que la casa temblaba.

Recuerdan al paisano que por las noches tenía la costumbre de visitar a otro paisano para comentar las últimas noticias de ultramar que había escuchado en su radio de onda corta, y para hacer bellas remembranzas de su querida Palestina con sus lugares santos, sus paisajes bíblicos y sus maravillosos huertos -que un día, tiempo atrás, dejaron, y no pudieron volver a visitar.Al momento de abrir la puerta de aquella casa, se escuchaban dos maravillosas palabras del idioma árabe que todavía recuerdo y que siempre me alegraron el corazón: “Ahla usahla” (¡Bienvenidos!). Y una espumosa taza de café turco se servía en la sala adornada con gobelinos orientales, al mismo tiempo que un viejo fonógrafo permitía escuchar melodías y canciones en árabe. Los domingos no se abría la tienda, y ellos acostumbraban llevar a toda la familia a poblaciones cercanas como Matamoros, Francisco I. Madero, San Pedro y El Cuije, con el pretexto de comprar sandías y melones, o simplemente a Raymundo para comer elotes asados. Entre semana, era una práctica muy común de aquellos años, que la esposa y las hijas permanecieran el mayor tiempo posible realizando labores propias del hogar. El marido se levantaba muy temprano para hacer las compras del mercado, y después de almorzar se dirigía a levantar la pesada cortina metálica de su tienda. Entre los palestinos, el honor a la palabra fue siempre importante. Era suficiente guardar una tarjeta con el monto de la deuda de su acreditado y un pelo de bigote dado en garantía. Una vez que el deudor juntaba el dinero suficiente para saldar el importe, se dirigía a su acreedor y pagaba la cuenta, recibiendo a cambio el mismo pelo que había entregado en garantía. Ahora las cosas han cambiado dramáticamente, ni siquiera con todo el bigote podríamos estar seguros de que una deuda será pagada.

Uno o dos paisanos ejercían gratuitamente su “poder de curación”, para “sacar el mal de ojo”. La técnica consistía en tomar una hierba aromática, -que podía ser ruda u orégano de Castilla, y decir un rezo en voz baja enfrente de la persona que se pretendía curar. El remedio para las fiebres altas entre los niños y jóvenes era aplicar pequeñas cortaditas en su espalda hasta hacerlas sangrar. Para cólicos compraban sanguijuelas vivas en frascos y las usaban para que succionaran la sangre del enfermo. Estaban de moda las terribles purgas para el dolor de estómago que odiaban tanto los niños, las cuales eran disfrazadas por las mamás con un poco de jugo de naranja.

Nuestros viejos se privaron de tantas cosas, que muchos jóvenes de ahora que pertenecen a la tercera y cuarta generación deberían de conocer su historia e intentar imitarlos para que le dieran un sentido más productivo a su vida. La principal lección que se podía transmitir a los hijos en aquel entonces era enseñarles a trabajar, conservar los valores, las costumbres y las tradiciones, amar a los suyos, y que vivieran en carne propia el esfuerzo que se necesita para ganar y conservar el dinero. Y de nuestras madres aprendimos el amor a Dios cuando ellas oraban en los momentos difíciles diciendo: “Ádra Miriem, Ádra Miriem” (Virgen María, Virgen María).

El patriarca de la casa permaneció siempre al pendiente de que todas sus hijas se le casaran a tiempo, pero cuando un pretendiente tocaba por primera vez a la puerta de la casa, de inmediato preguntaba: “Ibin min” (¿Hijo de quién?), y posteriormente se aseguraba de que estuviese interesado en la hija mayor, de la cual comentaba en voz alta y en forma repetitiva cada una de las cualidades que tenía. ¡Las hijas más pequeñas ya tendrían otra oportunidad en el futuro...! Los velorios eran demostraciones de profundo dolor que se hacía patente con cánticos en idioma árabe, improvisados por una mujer, similar a las antiguas plañideras, y posteriormente con vestiduras negras de los deudos, que marcaban un luto riguroso durante varios años posteriores al fallecimiento de la persona.

Casi todos nuestros viejos que hablaban el idioma árabe ya se han ido. A los hijos se nos están olvidando las pocas palabras que de ellos aprendimos. La vida se ha tornado cada vez más complicada y muchos únicamente conservan un recuerdo que gradualmente disminuye. Las terceras y cuartas generaciones de descendientes ya no saben nada de ellos. Desconocerán las privaciones que tuvieron, el esfuerzo sobrehumano que hicieron para salir adelante y el dolor que padecieron al perder a un ser querido en aquellos años de la medicina incipiente. No sabrán nada de ellos, y será una verdadera lástima, tomando en cuenta que sus tradiciones y costumbres fueron muy valiosas.

Extrañamos mucho a esos seres queridos que se fueron de nuestro lado cuando llegó el momento doloroso de su partida. Ese tiempo que vivieron entre nosotros no era mejor ni peor que el actual, tan sólo fue diferente. Al recordarlos nos ponemos nostálgicos y una que otra lágrima brota de nuestros ojos; los tenemos presente cuando la lluvia moja aquellos árboles benditos que plantaron donde ahora florecen todos los aromas; los conservamos en un sitio especial del corazón para que nos arropen como cuando éramos niños y acudíamos a su lado en busca de protección.

jacobozarzar@yahoo.com

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