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DEFENDIENDO LA VIDA

JACOBO ZARZAR GIDI

DEFENDIENDO LA VIDA En la madrugada del 24 de diciembre de 1989, en un hospital que se localiza al Sur de China, la doctora YinWong -ginecóloga y obstetra, había practicado durante las últimas horas un par de cesáreas y un parto difícil que exigió un fórceps. Por instrucciones de su supervisora se quedó por primera vez al frente del turno de la noche, responsabilidad que hasta entonces no conocía, y que le aterraba. Estaba rendida y no había probado alimento en ocho horas.

Cuando se retiró al dormitorio de médicos a la una de la madrugada, recordó a su padre, que había elegido una profesión que en China se remuneraba con un poco más del doble del salario de un barrendero: la medicina. A menudo decía: “Lo más noble que uno puede hacer es dedicarse a salvar vidas”. Era un personaje muy querido en su provincia, y célebre por su humildad. Se vestía con ropa de obrero y llevaba su instrumental en un maletín de vinilo con la cremallera estropeada. Su martillo para probar los reflejos era antiguo y tenía el mango de madera, pero él se negaba a desecharlo. “Los instrumentos no hacen al médico” -decía, “el conocimiento y la compasión, sí”. Recordó los momentos gratos que pasaban en familia durante la Navidad. Por ser cristianos, cantaban en esa memorable fecha “Noche de Paz” en voz baja para no ser denunciados, y escuchaban de su padre contar en susurros la historia del Niño Jesús.

Cuando estaba por cerrar los ojos, la doctora YinWong se dio cuenta que tocaban la puerta. Era la partera que atendía los partos normales. -¡Venga! –exclamó-. ¡Necesitamos que se ocupe de algo! Salió tras ella y de inmediato escuchó el llanto de un recién nacido. Cuando llegaron a la sala de partos, una mujer toda manchada de sangre se esforzaba por incorporarse en la cama. ¡No lo hagan! ¡No! -gritaba en un dialecto de otra región. La partera tomó una jeringa grande y extrajo tintura de yodo de una botella. Debido a que la mujer tenía ocho meses de embarazo y ya era madre de un hijo (tener dos estaba estrictamente prohibido por la ley de control demográfico vigente en China), la delegación local de la Oficina de Planificación Familiar la había detenido y llevado por la fuerza al hospital para que le provocaran un aborto. Le inyectaron un abortivo llamado Rivanol. Pero el niño nació vivo.Minutos antes le pidió al ayudante que lo enterrara, pero se negó, porque estaba lloviendo. Una colina que había cerca hacía las veces de cementerio en esos casos. Hasta esos momentos la doctora comprendió ampliamente el problema en que estaba metida. Como obstetra en turno, le correspondía deshacerse de cualquier criatura que lograra sobrevivir al aborto. Para ello tenía que inyectarle 20 milímetros de alcohol o tintura de yodo en la mollera, procedimiento que causa la muerte en cuestión de minutos.

En la cama, a su lado, la madre de la criatura miraba con ojos suplicantes; sabía lo que la jeringa implicaba. Todas las mujeres lo sabían. -¡Tenga piedad! –gritó.

Mientras ella seguía dando voces destempladas, la doctora cruzó el pasillo y entró en el baño. Junto a un cubo de basura había una bolsa de plástico negro. Estaba moviéndose, y el llanto provenía de allí. Se puso de rodillas y pidió a la partera que abriera la bolsa. Pensando que se encontraría con un feto al borde de la muerte, cual no sería su sorpresa que en su lugar había un varón de dos kilos en perfecto estado de salud, pataleando y agitando los diminutos puños. Tenía los labios amoratados por falta de oxígeno.

Al verla dudar, la partera le puso la jeringa en la mano y le dijo: “No es más que un procedimiento ordinario, no tiene nada de malo. Así lo marca la ley”. Al tocar sus pequeños labios, el niño comenzó a chupar el dedo de la doctora. -Mire, tiene hambre. Quiere vivir.

Conmovida, se dirigió a la oficina de la supervisora para pedir, para suplicar autorización de enviar al niño a terapia intensiva para no sacrificarlo. Con detalles y conmovida, la doctora explicó todos los antecedentes a la supervisora, pero la dura e insensible mujer se negó diciendo: -¡De ninguna manera! ¡Es el segundo hijo de esa mujer! -Pero, está sano. ¡Por favor venga a verlo!-replicó la doctora. ¡No me pida usted eso! ¡Ya conoce el reglamento! Salga y cierre la puerta. ¡De acuerdo a la ley, ese niño no tiene permiso para vivir! El ayudante que laboraba en el hospital era un hombre taciturno y desaliñado, de cincuenta años, cuya única responsabilidad era enterrar recién nacidos. Le pagaban 30 yuanes por cada uno. Como hacía cuatro entierros al día, en promedio ganaba más del doble que un médico porque nadie más estaba dispuesto a hacer su trabajo. De la oficina de la supervisora, la doctora se encaminó llena de ansiedad y de esperanza a la sala de partos. Allí, un hombre con la tez curtida, como de campesino, la tomó del brazo y le suplicó: ¡Por favor, no lomate! ¡No sabe cuánto hemos deseado este hijo! No le haré daño a su hijo. Quiero salvarlo. Ante la mirada estupefacta de los padres de aquella criatura, la doctora levantó al niño del suelo y tomándolo entre sus brazos corrió a la sala de partos y lo acostó en una cuna. Al calor de una lámpara de luz ultravioleta y con ayuda de unos tubos de oxigenación que le fijó en la nariz, no tardó en ponerse sonrojado. Luego lo arropó cuidadosamente con una manta suave. “La vida de este pequeño es un don de Dios”, se dijo. “Nadie tiene derecho a quitársela”.

De pronto se sintió muy sola, tremendamente sola, y pensó en sus queridos padres. Aunque era muy temprano, fue al teléfono del vestíbulo y marcó su número. Su madre y él la escucharon en el mismo aparato. “Es una vida”, le dijo su padre. “No tomes parte en un asesinato”. “Estoy orgulloso de ti”. “Ten cuidado, defiende la vida, pero no dejes ningún registro. El partido puede tomar represalias”. “Eres hija de Dios, y ese niño también. Matarlo sería como matar a tu hermano”.

Cuando regresó la doctora a sus labores, en el pabellón de maternidad reinaba el desorden. Su mirada se clavó en la perversa supervisora que estaba junto al niño, palpándole la mollera y empuñando una vez más la jeringa. Lo había despojado de la manta y de los tubos de oxigenación, y el pequeño lanzaba fuertes gritos.

-¡Déjelo en paz! –gritó la doctora, arrebatándole la jeringa. -Pero, ¿qué hace? -exclamó-...¡Está violando la ley! Lejos de asustarse, la valiente doctora le contestó: “¿Cómo se atreve a matarlo?”. La supervisora le replicó: “Si persiste en su desacato, no volverá a ejercer la medicina”. -Prefiero eso a cometer un asesinato –ella contestó. Cuando la supervisora se retiró, volvió a abrigar al pequeño y le colocó los tubos de oxigenación.

A las 8 de la mañana llegó el administrador del hospital y, una vez que lo pusieron al tanto de lo ocurrido, llamó a la doctora a su despacho. Después de unos minutos se presentó un funcionario de alto rango y leyó en voz alta una disposición de control natal que regula en la localidad: -“Todo el que estorbe a los funcionarios de la oficina en el cumplimiento de su deber se hará acreedor a un castigo”.

-“¡Admita, pues, que está infringiendo la ley! Porque, en ese caso tengo facultades para aprehenderla ahora mismo”. Desesperada, se devanó los sesos para que se le ocurriera una salida. Llevaba más de 24 horas sin dormir, tenía náuseas y no podía pensar con claridad. Se le nubló la vista, se le doblaron las piernas y se desplomó en el suelo. Cuando recobró la conciencia, estaba acostada en un catre colocado en el dormitorio de los médicos. Era casi mediodía.

¡El niño! -Pensó con un sobresalto. Se levantó y fue corriendo a la sala de partos. La cuna estaba vacía. Sin mirarla a los ojos, la partera se adelantó a su pregunta: -“El funcionario de la Oficina de Planificación nos mandó aplicarle la inyección”.

Al escuchar aquello, de sus ojos brotaron abundantes lágrimas y pensó en la terrible injusticia que se había cometido con la indefensa criatura. De nada sirvieron sus esfuerzos. Finalmente habían asesinado al pequeño.

Por haber contravenido las disposiciones de planificación familiar, la doctora YinWong fue desterrada a una remota región montañosa. Más tarde escapó a los Estados Unidos donde solicitó asilo político.

jacobozarzar@yahoo.com

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