Y acercándose le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Jesús les respondió: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Mateo 25.26 La semana pasada conocí a un hombre de 64 años que por todo siente un gran temor.
Procura no salir a la calle por miedo a que lo atropellen. No maneja su automóvil porque piensa que lo van a chocar. Su mayor preocupación consiste en que algún día le corten una pierna. Siente un marcado terror hacia la muerte porque sospecha que muy pronto llegará como ladrón a tocar su puerta. Cuando le pregunté de qué estaba enfermo, simplemente me contestó que de nada. “¿De nada? -le dije. ¿Entonces cómo es posible que no viva la vida por temor a perderla? Muchos hombres y mujeres verdaderamente enfermos de cáncer, de leucemia, de diabetes o de algún otro malestar grave, no se angustian tanto”. Después de conocerlo y saber cómo piensa, me quedé varios minutos reflexionando que existen muchas personas que como él viven prácticamente atormentadas por una gran falta de Fe, aunada a una grave escasez de confianza en Dios y en el futuro.
Son muchas las que se desploman cuando la juventud ha quedado atrás y sienten el peso de los años. Cuando revisan la historia de su pasado y se dan cuenta que fueron abundantes lasmetas que al principio se propusieron, y muy pocas las que finalmente consiguieron.
Cuando las crisis de la edad adulta se hacen presentes y la ansiedad reina por doquier, sentimos que perdemos el rumbo. En verdad se trata de una época difícil de la vida, porque erróneamente pensamos que ya todo terminó. Nos morimos antes de morirnos, y dejamos de vivir momentos importantes que pueden ser de mucho provecho. La edad adulta es el tiempo adecuado para reconocer lo que se ha cosechado, no para enterrar lo que hemos hecho con tanto esfuerzo, simplemente por nuestro enfado o frustración.
¡La vida es bella, aunque algunas cosas sólo podremos verlas abriendo el corazón! Es muy sencillo desplomarse, es muy fácil quedarnos sin hacer absolutamente nada, poniendo como pretexto la problemática que día con día se nos presenta. ¡Qué poca fe demostramos cuando dudamos de nuestras posibilidades, simplemente porque arrecia la tempestad! Nos afectan demasiado las enfermedades, la violencia, la falta de trabajo, el paso del tiempo, y los reveses de fortuna. Si nos dejamos influenciar por los aspectos negativos de la vida, finalmente llegaremos a sentir temor de todo. Casi siempre lo que nos sucede es consecuencia de una falta de fe, de esperanza y de amor a Dios. Muchas veces es el resultado de la ignorancia y del egoísmo. ¡Si supiéramos que Jesucristo es y será siempre nuestra seguridad! No debemos olvidar jamás que permanecer cerca de Jesús, es estar seguros, es caminar con paso firme, es dejar a un lado el camino escabroso y el túnel oscuro. En momentos de turbación y de prueba, comprobamos que no se olvida de nosotros. Junto a Él se ganan todas las batallas, aunque con mirada corta, parezca que se pierden.
Cuando imaginamos que todo se hunde ante nuestros ojos, no se hunde nada, “porque Tú eres, Señor, mi fortaleza” (Salmo 42, 2). Si estuviéramos convencidos que después de los sesenta años, después de los setenta, después de los noventa, después de los años que el Señor nos permita vivir, llegará la transición a una Vida eterna en la cual no habrá llanto, ni angustias, ni sufrimientos.
Si lo supiéramos verdaderamente, no nos torturaríamos a nosotros mismos con tantos miedos que sentimos a diario.
No nos encerraríamos en nuestra cueva mental temerosos de salir, y ocuparíamos nuestro tiempo en sacarle un mejor provecho sirviendo a Dios y a los demás. Elevar nuestro pensamiento dirigiéndolo al Señor de la Vida y conservar su gracia entre nosotros, es la mejor medicina para terminar con todo lo que empobrece el alma, con las tensiones que oscurecen el camino y con las ansiedades que no nos permiten vivir.
En momentos de depresión es importante recordar que nosotros no somos criaturas de unos cuantos días -como son los animales, sino hijos de Dios para siempre. Al ser hijos de Dios, el hombre -con todas sus miserias, encuentra la protección que necesita, el calor paternal y la seguridad del futuro que le confiere el convencimiento de que detrás de todos los azares de la vida hay siempre una última razón de bien: “Todas las cosas buenas y malas contribuyen al bien de los que aman a Dios”. El hombre que se sabe hijo de Dios no pierde la alegría y conserva la serenidad.
Estar consciente de ello nos libera de tensiones inútiles que no nos permiten avanzar. Enfrentemos nuestros temores con la fuerza del optimismo para concluir correctamente la misión que Jesucristo nos encomendó. No nos quejemos, a pesar de conocer en detalle nuestras miserias y limitaciones, no lo hagamos, a pesar de los achaques que tenemos, mejor démosle gracias a Dios por las bendiciones recibidas. Ocupémonos en algo productivo que nos permita justificar el haber pasado por este mundo como seres humanos.
Todos sabemos que el hombre de los 64 años a que me refiero en los inicios de este artículo, necesita ayuda psicológica. Es mejor corregir a tiempo los traumas que se vayan presentando conforme avanzamos en edad, para no dejar una impresión negativa duradera en el subconsciente que más adelante nos va a perjudicar. Que las cosas adversas no nos separen de Dios, porque sería muy triste llegar a su encuentro con las manos vacías.
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