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NOSTALGIA

JACOBO ZARZAR GIDI

Hace muchos años, cuando dejé atrás el umbral de la casa solariega, nunca imaginé que la pudiera extrañar tanto. Teníamos a la entrada una gruesa puerta de madera con su aldaba que al abrirse siempre sus bisagras rechinaban. Había una huerta grande donde abundaban los árboles frutales, todos ellos plantados con cariño por mi padre. Recuerdo del patio sus grandes macetones, con helechos y geranios donde brotaban flores, y de sus raíces los dañinos caracoles.

Al entrar la temporada, comíamos el escaso chabacano y trepando en el árbol con cuidado cortábamos las brevas de las bíblicas higueras; exprimíamos la toronja dejándola de jugo seca, tocábamos la ciruela para sentir su madurez, y aplastábamos la guayaba hasta dejarla convertida en agua fresca. Caminar bajo el emparrado y contemplar los racimos de uva colgando, era tocar con los dedos un pedacito de cielo. Al final del sendero estaban las frondosas higueras que a mi padre lo colmaban de orgullo.

Con el abundante chorro de agua de la noria se llenaba nuestra alberca, y era como una madre generosa que surtía del preciado líquido a todos sus hijos. Volando, cientos de insectos bajaban a beber y de nuevo emprendían la retirada. A su lado, medio escondido, un ciruelo de color blanco -tal vez el preferido de mi padre.

¡Qué bonito cuando nos daban el riego y empezaban a abrirse las compuertas; y las pequeñas casitas que con trabajo y talento construyeron desde el colibrí hasta el carpintero; y los panales con sus mieles y su arte, y la reina y sus cientos de ayudantes, y el olivo y su aceituna y su exquisita combinación con el orégano, y los frijoles refritos y las tortillas de harina!

Después de recolectar la fruta y de comerla fresca, siempre quedaba una poca para la conserva, con sus frascos, sus tapas y sus fórmulas secretas.

Cuando llovía -las raras veces que llovía, resbalaban por los techos cascadas de agua fría, y a lo lejos los truenos con su eco en forma de remedo, y los relámpagos, y los niños con su miedo.

El viejo árbol de aguacate de cáscara delgada y sabor exquisito que aún permanece junto a la acequia madre, colgó siempre orgulloso el fruto entre sus ramas. A su lado, el valioso membrillo para la cajeta.

Las golondrinas en sus nidos de ramitas, lodo y corteza, de tiempo en tiempo regresaban recordando las espinas del Cristo en su cabeza. Ahora son los descendientes de aquellas aves los que siguen llegando cada año al mismo sitio que sus padres construyeron. Misterio de misterios, hechos inexplicables que todavía ahora no podemos comprender.

En el corral de las vacas, las gallinas y palomas correteaban jugando entre sus patas. Un día, en el zaguán de la casa, una víbora de cascabel hizo correr a los niños, pero con las oraciones y los cuentos de mi nana Chabelita, esa noche pudimos conciliar el sueño.

Una vez al mes, mi padre regresaba contento y orgulloso a casa vestido con el traje de gala de los Caballeros de Colón, con su capa negra, la espada al cinto, y el sombrero de pluma de avestruz.

En esos años, los pequeños no podíamos caminar solos más allá de la esquina por temor -según decían, a los robachicos. Nosotros nunca los vimos, tal vez jamás existieron...

Nuestras necesidades materiales eran muy pocas, no deseábamos tener mucho, pero eso nos permitía tener paz, estudiar, trabajar los fines de semana, convivir en familia y buscar a Dios.

¡Bendita casa de mis padres, con sus cuentos, sus leyendas y largas oraciones, con sus cumpleaños y sus fiestas y alegres situaciones!

No sé dónde quedaría el viejo radio de mi padre que a veces a golpes hacíamos tocar... era el mismo en que escuchaba por las noches las noticias de la guerra y los problemas de ultramar.

¡Qué grandiosos los recuerdos de aquella mi niñez, con mi madre amorosa, con las monjas del colegio y la iglesia San José!

Una parte muy importante de mi vida se quedó en aquella casa y en aquella huerta. Si ahora entrara a la recámara que fue de mi padre, tal vez hallaría viejas semillas que aún esperan ser sembradas. Y en el ropero de mi madre encontraría un cajón repleto de fotografías donde aparecen rostros de seres muy queridos que ya no permanecen entre nosotros. Ahora comprendo que sin saberlo, estábamos viviendo momentos irrepetibles, instantes maravillosos que no los volveremos a tener. En aquellos años, éramos poseedores de mucho tiempo, nuestro calendario tenía demasiadas hojas, ahora todo ha cambiado, mi tiempo es escaso, y el Señor sabe que mi alma tiene prisa...

No recuerdo cómo fue, pero un día partí dejando todo eso atrás. Quedaron allí los juguetes de niño, el caballo de escoba, mi triciclo y mi tambor... los árboles viejos con sus nidos vacíos y también las acequias que provienen del río.

Pienso que la vida es un ambicionar, encontrarnos en otros sitios, con diferentes personas y tener otra edad... por eso a veces, por eso a veces ¡cómo extraño mi primer hogar!

jacobozarzar@yahoo.com

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