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MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS

TREINTA AÑOS DE ESTA COLUMNA PERIODÍSTICA

JACOBO ZARZAR GIDI

En este mes de septiembre cumplo 30 años de estar escribiendo cada domingo la columna periodística titulada “Más Allá de las Palabras”. Parece que fue ayer cuando en 1980 llegué a las oficinas de mi buen amigo el Lic. Miguel Ángel Ruelas, que en ese entonces ocupaba el cargo de gerente general en El Siglo de Torreón, para pedirle de favor que me publicara un artículo que llevaba escrito. A Miguel Ángel lo conocí y traté durante cinco años cuando estudiamos juntos la carrera de Leyes en la Escuela de Derecho de la Universidad Autónoma de Coahuila. Siempre se comportó con sus condiscípulos como un verdadero amigo. Fue nuestro mejor consejero en los momentos difíciles, y con su gran inteligencia nos jaló hacia arriba invitándonos a practicar la superación personal que todo ser humano necesita.

Eso me dio la fuerza necesaria para pedirle un espacio en tan importante matutino, con la idea de expresar mis pensamientos, y de esa manera intentar servir un poco más a mi comunidad. Desde que estudié la preparatoria en el Instituto Francés de La Laguna, me di cuenta que varios artículos míos, publicados en “el periódico Simiente”, eran leídos más por los papás de mis compañeros que por los alumnos del colegio. Eso me impulsó a escribir temas serios que llevaran un mensaje importante que nos hiciera a todos reflexionar. Mientras Miguel Ángel leía y analizaba mi primer artículo, permanecí callado y nervioso esperando su veredicto.

Posteriormente le escuché llamar por medio de su secretaria a Francisco Fernández Torres que en ese entonces trabajaba también en EL SIGLO, y que lamentablemente falleciera tiempo después. A Paquito le encargó que lo publicase, y me pidió que cada semana le entregara uno similar con temas diferentes, para que apareciesen los domingos en “La Sección de Sociales”. Jamás pasó por mi mente que ese “SÍ” de Miguel Ángel, iba a cambiar por completo mi existencia y le daría un verdadero sentido a mi vida. Jamás imaginé la serie interminable de acontecimientos que se presentarían con motivo de esta columna periodística, y mucho menos las sorpresas que todo ello me acarrearía en el futuro. En verdad yo le estoy muy agradecido a Dios Nuestro Señor que transformó mi vida, y sin merecerlo me puso a trabajar en su Viña. Agradecido estoy con don Antonio de Juambelz y su apreciable familia -que sin conocerme, permitieron que continuase su publicación.

Mi gratitud no podría estar completa, si dejara de mencionar a los pocos o muchos lectores de mis artículos que domingo a domingo los leen, los recortan y de vez en cuando les sacan copias para enviárselas a sus familiares que se encuentran en otras partes de la República o del extranjero. Hago extensivo mi agradecimiento a todas aquellas personas que en el pasado me enviaron cartas, y ahora correos electrónicos, haciendo un comentario o animándome para que siguiera escribiendo.

Buscando temas de interés que sirvieran verdaderamente a la comunidad, tomé la decisión de escribir sobre valores morales donde destacaran personajes poseedores de una fe viva, temas familiares y asuntos espirituales que siempre me agradaron, que hacen tanta falta y que muy pocos columnistas tratan abiertamente por la dificultad que representan. Todos ellos aterrizados en el mundo conflictivo en que vivimos. De esa manera comencé a hablar de Dios, en una época en que muy pocos lo tomaban en cuenta, y no pude evitar seguir haciéndolo en todos y cada uno de los subsecuentes artículos. Poco a poco me fue atrapando el gran protagonista de mis artículos, y al hacerlo, provocó en mi persona un gran gozo espiritual. Sin embargo, al poco tiempo me di cuenta de algo muy importante y doloroso: que para continuar con esos temas y ser sincero con mis lectores, necesitaba intentar permanecer bien con el Patrón. Comprendí que para conseguirlo, debería existir coherencia entre mis pensamientos, mis palabras y mis actos. Ese descubrimiento a todas luces lógico pero difícil de alcanzar, me hizo entablar dentro de mi persona, una verdadera lucha entre el bien y el mal que me descontroló y me hizo sufrir bastante, saliendo victorioso a veces el bien, y en otras el mal. Las experiencias que tuve durante esos seis lustros, han sido innumerables. Cada artículo me fue llevando a otro y a otro más. Los mismos lectores que me encontraba en las calles o escuchaba su voz por medio de una llamada telefónica, me fueron retroalimentando.

Me decían, por medio de un gesto, de una mirada, de una súplica, o de una palabra, lo que ellos esperaban que yo escribiera. Varias personas me dieron las gracias por haber escrito acerca de su vida, a pesar de que yo no la conocía; y otras me reclamaron por haberles dicho cosas que no les agradaron -como cuando escribí sobre el adulterioy un señor en la calle me dijo “que le había dado un coscorrón en la cabeza”. En esta columna periodística hemos hablado de la familia, del matrimonio, de los hijos, de la motivación tratando de que el aire impulse las velas hacia la meta, de los jóvenes con ideales elevados que desean superarse y de aquéllos que están perdiendo miserablemente el tiempo, de los ancianos, de los presos, del aborto, de los drogadictos y de los alcohólicos, de la muerte -pero sobre todo de la vida-, de la fe y también de la esperanza. Enmarcado todo en un espíritu cristiano. En cierta ocasión, cuando fui al correo a dejar una carta, un señor desconocido me gritó desde su automóvil: “Jacobo, reza por mí, que hoy mismo rematarán mi casa”. Reconozco que me sentí descontrolado porque su lamento me tomó de sorpresa, y cuando me repuse, dije en voz alta: “¡Señor, qué dura es la vida...!”. Cuando escribí acerca de los enfermos, sentí la necesidad de acudir, y así lo hice varias veces, a la Torre de Especialidades del Seguro Social. Anteriormente -faltando a la caridad, no podía ver de cerca y mucho menos platicar con un enfermo grave. Allí conocí el sufrimiento en su más triste manifestación al escuchar el grito desgarrador de una madre a la cual los médicos le acababan de avisar que su pequeña hija había muerto. En medio de todo ese dolor, su vecina que leía mis artículos me identificó y me pidió que la consolara. Le hablé del sufrimiento de la Madre de Jesús al verlo clavado en la cruz, le dije muchas cosas que ahora no recuerdo, pero sé que no fueron suficientes porque ella seguía con toda justificación gritando y llorando.

Fue en ese mismo hospital donde me impresioné al ver a tantos niños enfermos de leucemia que no tenían cabello en su cabeza después de haber recibido la devastadora quimioterapia, y ¿qué podré decir de la enorme cicatriz en el lado izquierdo de su vientre -posterior a la extirpación del bazo? Sufrí en repetidas ocasiones con los trasplantados de riñón que diariamente luchaban por salvar su vida y evitar el rechazo del nuevo órgano, y lloré con las personas que dos o tres veces por semana se estaban dializando.

Allí conocí al pequeño niño Christian que necesitaba con urgencia un riñón, que tenía osteoporosis y que no veía con ambos ojos, porque unas gruesas cataratas se lo impedían. Fui testigo de la ayuda generosa y desinteresada que realizaron como apostolado mis buenos amigos Silvestre Faya y Estrella -su esposa, que no descansaron un solo momento para conseguirle unos cuantos meses más de vida, en los cuales cuando menos pudimos verle sonreír. En cierta ocasión me pidieron que acompañara -para reconfortarlo, en su lecho de muerte al padre de una familia numerosa -que yo no conocía, por el solo motivo de que leía mis artículos. En aquellos años me aterraba la muerte, y al verlo, no se me ocurría cómo fortalecerlo. De pronto comencé a decirle “que el Señor nos tiene reservadas en la casa de su Padre muchas moradas, en donde no habrá dolor ni llanto, y que una de ellas… con toda seguridad era para él”. Al día siguiente falleció. En los momentos más difíciles e impactantes, cuando yo no entendía lo que estaba sucediendo, varias veces pregunté: ¿A dónde me llevas Señor...? Al hablar de los presos, sentí la necesidad de acudir por primera vez al campo de batalla donde se vive el verdadero drama de los encarcelados, para que mis palabras no sonaran huecas. Si no lo hubiera hecho, mis artículos habrían carecido de autenticidad y no hubiesen tenido la fuerza moral necesaria para llegar al corazón de mis lectores. Fue así como tomé la feliz determinación de acompañar al Padre Manuelito a la ciudad de Tijuana para conocer “El Pueblito”, nombre con el que se identificaba al tenebroso Cereso de aquella ciudad fronteriza.

Allí descubrí todas las miserias humanas que se incuban en la mente de terribles asesinos empedernidos, de violadores y de traficantes de drogas, que contrastaban fuerte con la espiritualidad del Padre Manuelito que amablemente me invitó al Congreso de Pastoral Penitenciaria. Durante varios domingos subsecuentes, seguí visitando el Cereso de Torreón, y en diferentes ocasiones me pidieron que diera una plática a los reclusos. Debo de confesar que esos años fueron tal vez los más felices que he tenido en mi vida y los que más gratamente recuerdo. En cierta ocasión me llamó una señora desconocida que el día anterior se iba a suicidar al sentirse engañada por su ex-compañero sentimental y defraudada por las autoridades judiciales en su juicio de divorcio. Ella se detuvo un momento a reflexionar y cambió de parecer en su intensión de privarse de la vida cuando por coincidencia ese domingo leyó mi artículo acerca del suicidio.

En varios artículos hablé de la vida de los santos. Siempre he considerado que todos los seres humanos debemos conocer su trayectoria para intentar imitarlos, porque tuvieron las mismas limitaciones que ahora padecemos nosotros, y finalmente dieron testimonio del mensaje evangélico de Nuestro Señor Jesucristo.

Ojalá que muchos padres de familia conozcan y difundan entre sus hijos esas vidas ejemplares, para que cada uno de sus pequeños encuentre la misión que se le ha encomendado desde un principio, y la desempeñe lo mejor posible. Durante cinco años, de lunes a viernes, participé con entusiasmo en un programa televisivo local en el cual leí mis artículos y traté diferentes temas morales que tuvieron una aceptación positiva entre la comunidad.

Lo hice junto a don Salvador Pulido Flores que siempre se ha caracterizado por ser un activo, generoso y amable conductor. Todo ese tiempo fui bendecido por una alegría inmensa y una gran paz espiritual. El escribir en este periódico me ha llevado también a dar pláticas los domingos por la mañana a diferentes grupos de Alcohólicos Anónimos. Ellos siempre necesitan palabras de ánimo, fortaleza y esperanza que les permita perseverar en esa importante decisión de no volver a tomar una sola gota de vino... “Por lo menos durante el día de hoy”. Al estar escribiendo, me sentí motivado a publicar, y así lo hice, cuatro libros con los mismos temas que aparecieron años atrás en mi columna periodística de este matutino, y grabé un audiocassette con mensajes espirituales, que ha servido -según me han dicho, para dar ánimo a las personas que sufren tristeza y depresión.

Ahora que veo en retrospectiva el tiempo transcurrido, me doy cuenta que -sin merecerlo, el Señor fue guiando mis pasos de una manera misteriosa que al principio no comprendí, poniéndome a trabajar con una carga ligera y un yugo suave. Me condujo con delicadeza y amor en esa aventura periodística por senderos y veredas inexplorados, por lugares peligrosos, por sitios recónditos que jamás imaginé, pero nunca me abandonó, a pesar de que varias veces estuve cerca de la muerte.

Para los años venideros, me gustaría mucho que esta columna periodística siguiera siendo refugio para los deprimidos, los agobiados, los tristes, los abandonados, los que han perdido la esperanza y ya no tienen ilusión. Me agradaría que a su sombra llegaran a cobijarse los que no le han podido dar sentido a su vida, los que soportan cargas muy pesadas, los cansados, los que tienen miedo y los que buscan a Dios.

jacobozarzar@yahoo.com.mx

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