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DANIEL COMBONI

JACOBO ZARZAR GIDI

El 15 de marzo de 1831, en el pueblito de Limone, Italia, nace Daniel Comboni, que con el tiempo se convertiría en el fundador de los "Misioneros Combonianos". Sus padres, Luis y Dominga Comboni, trabajaban de jardineros en un invernadero de limoneros, propiedad de un rico señor, y se ganaban el pan cotidiano con muchos sacrificios. Los viejos campesinos del pueblo recordaban haberle visto más de una vez subir sobre un montón de tierra, agitar los brazos como un orador y gritar un nombre inadvertidamente profético de su futuro: "¡África, África!".

Terminada su escuela primaria en el pueblo, Daniel tuvo que cruzar el lago del teseul y marcharse a Verona, donde se matriculó como alumno externo del seminario, pagando pensión en casa de un matrimonio anciano que, por lo que se sabe, le daban muy poco de comer. En febrero de 1843, cuando tenía 12 años, Daniel Comboni tuvo la suerte y la alegría de ser recibido en el colegio del padre Nicolás Mazza, santo sacerdote que fundó un instituto para niños huérfanos y abandonados.

Tenía apenas 15 años cuando cayó entre sus manos la historia de los mártires japoneses escrita por san Alfonso María de Ligorio. Conmovido frente a las hazañas de aquellos misioneros cristianos, sintió nacer en su corazón el propósito de consagrar su vida a la evangelización de Japón. Pero el Señor le tenía ya preparado otro campo de trabajo, menos lejano geográficamente, pero no menos difícil: África Central.

Hoy en día para viajar desde Roma hasta Jartum se necesitan seis horas de vuelo. Aquellos primeros misioneros necesitaron tres meses de fatigas, aventuras y peripecias sólo para el trayecto de El Cairo a Jartum. Cuando los misioneros llegaron a Jartum, el 11 de febrero de 1848, el Sudán, conocido por los geógrafos de la Edad media como "La Tierra de Negros", se encontraron con un clima sumamente caluroso -seco al norte a causa del desierto, y húmedo al sur por las selvas y los pantanos-. Los habitantes del sur morían como las moscas, víctimas de la desnutrición, del paludismo y de otras enfermedades tropicales. Las redadas de los esclavistas, favorecidas por europeos sin conciencia, separaban a las familias, y provocaron en los primeros misioneros una gran desilusión que los hizo regresar a su patria en busca de ayuda.

Con frecuencia juzgamos irreparables ciertas derrotas porque no tenemos en cuenta que Dios puede utilizarlas para realizar sus proyectos de salvación. Ese retorno a casa de los primeros misioneros ocasionó que Daniel Comboni llegara a convertirse en el gran apóstol de África, que todos ahora recordamos. Convencido de que al misionero no le basta una formación espiritual, Daniel comenzó a disciplinar mejor su carácter y a plasmar su corazón en una línea de profunda generosidad y caridad. Con este empeño de dedicación total a la promoción humana y a la salvación espiritual de los pueblos más necesitados, el 1º de enero de 1854, cuando apenas tenía 23 años, fue ordenado sacerdote.

El padre Mazza, deseoso de realizar un proyecto de evangelización en África, pudo enviar a un grupo de cinco sacerdotes de su instituto. El más joven era el padre Daniel Comboni, de 26 años de edad. Terminados los preparativos, los misioneros veroneses se arrodillaron a los pies del padre Mazza para recibir su bendición: "Vayan, hijos míos, en el nombre de Dios -les dijo el santo anciano. Recuerden que la obra a la que se consagran es obra suya. Ámense y respétense mutuamente. Busquen y promuevan siempre la gloria de Dios". El diez de septiembre de 1857 la pequeña comitiva se dirigió hacia Alejandría, Egipto. Después de una breve parada en El Cairo y una peregrinación a Tierra Santa, se embarcaron en una barcaza árabe sobre el Nilo. Necesitaron cerca de 40 días y dos meses más a lomo de camello a través del desierto para llegar a Jartum. En febrero de 1858, después de otra larga navegación sobre el Nilo Blanco, desembarcaron en Santa Cruz, la estación misionera fundada cuatro años antes por el padre Mozgan en una localidad poco saludable.

En Santa Cruz, los misioneros vivieron en una cabaña de barro y paja que anteriormente había sido establo. Las camitas eran de tablas, la mesa un cajón de madera y las sillas el suelo. Cocinaron el pan en el horno, lavaron su ropa en el río, se arreglaron personalmente su ropa, estudiaron la lengua dinka e intentaron los primeros contactos con los indígenas. El 26 de marzo de 1858, apenas un mes después de su llegada a Santa Cruz, moría un misionero del grupo a los 33 años de edad. Desde su humilde lecho donde agonizaba, el padre Francisco Oliboni dijo a sus compañeros estas palabras proféticas: "Yo muero, hermanos, y muero contento porque Dios así lo quiere; pero ustedes no se desanimen por ello, no desistan de su propósito; continúen la obra comenzada. Y, aunque sólo quedara uno de ustedes, no pierda las esperanzas ni se retire. Dios quiere la misión africana y la conversión de los negros. Yo muero con esa certeza".

El clima imposible, el calor, la humedad y los mosquitos hicieron que el padre Daniel regresara con sus compañeros a Jartum y luego a Italia, en espera de tiempos mejores. La vida de este sacerdote está llena de aventuras interesantes que merecen ser relatadas. En diciembre de 1862, él se encontraba en París, como huésped del barón de Havelt. A las diez de la noche una carroza se detuvo sorpresivamente delante de la puerta del palacio.

Descendió un señor que pidió hablar con el “misionero de África”. Le dijo que un moribundo lo llamaba con urgencia para que lo asistiera espiritualmente. Se subió al carruaje, sentándose junto a personas que inspiraban poca confianza. Le vendaron los ojos y cuando el padre Daniel quiso abandonar la carroza, uno de los hombres sacó un puñal y el otro una pistola.

Después de dos horas llegaron a un Palacio y bajaron al padre, haciéndolo recorrer grandes salas y largos pasillos. Al quitarle la venda escuchó que un hombre desconocido le decía: “Soy miembro de una sociedad secreta, promovido a uno de los más altos cargos, y fui designado para matar a un prelado. Habiéndome negado, me han condenado a muerte. Dentro de unos minutos me abrirán dos venas de la garganta, y mi cadáver será arrojado al río Sena. Cuando me afilié a esta sociedad secreta puse como condición que me permitieran poder recibir los sacramentos antes de morir.

Para esto le llamaron a usted porque es extranjero”. El pobre hombre dijo que había sido educado por Jesuitas, que tenía una esposa muy cristiana y una hija religiosa. Luego se confesó y se reconcilió con Dios. En esos instantes el padre Daniel anotó el nombre y la dirección de la esposa y de la hija del condenado. Le vendaron nuevamente los ojos y lo hicieron subir a la carroza. Después de muchas vueltas, finalmente lo dejaron en el campo a tres horas de camino de París.

Tres días después en una cámara mortuoria, monseñor Comboni reconocía el cadáver de la víctima, recogido en el río, por una medalla que le había puesto al cuello durante la conversación.ç

CONTINUARÁ EL PRÓXIMO DOMINGO.

jacobozarzar@yahoo.com

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