(Segunda parte)
“Precursor, evangelizador, profeta, pionero, gigante misionero, sacerdote y obispo de magnánimo corazón que sabe perdonar, y especialmente amigo de África”. Cardenal Francis Arinze. El viaje de El Cairo a Jartum se puede hacer hoy en pocas horas en avión. En los tiempos de Comboni, la caravana compuesta por cincuenta camellos, empleaba no menos de tres meses. A las dos de la madrugada se montaba a lomo de camellos y se caminaba durante diez horas por día bajo un sol que superaba los 50 grados de calor. Durante uno de estos viajes, el camello de monseñor Comboni se asustó a la vista de una hiena y lo tiró al suelo, dejándolo inmovilizado por algunos días. De noche, mientras los otros dormían tirados en las esteras, monseñor se retiraba a un lado y, a la luz de una vela, rezaba las oraciones del Breviario.
Cuentan que un día, faltándoles el agua, los compañeros de viaje le suplicaron al Provicario que no los dejara morir de sed. Lleno de confianza en Dios, él se puso a rezar; luego hizo con su bastón un agujero en el terreno y brotó un manantial de agua.
En sus numerosas cartas dirigidas a bienhechores y amigos de Europa, monseñor describió la dramática situación en la que vivían las poblaciones del Sudán, diezmadas por el comercio de los esclavos: “Varias veces al mes salen de Jartum grupos de mercaderes armados con fusiles y se dirigen hacia las tribus cercanas y lejanas, arrancan violentamente de las familias a niños y jóvenes, matando casi siempre a los padres y a los que tratan de defenderse. Recogidos hasta cinco mil esclavos, se marchan para ir a venderlos en los mercados del Mar Rojo y de Egipto. Estas pobres criaturas hacen este largo viaje, empujados a latigazos”. “Por todas partes se podían encontrar cadáveres de esclavos muertos durante el camino. Su número era tal, que las hienas no alcanzaban a devorarlos todos. Cada año, solamente en una región, se capturaron y se llevaron cerca de 100 mil esclavos”.
En cierta ocasión, un muchacho a quien los esclavistas habían apresado junto a su madre y tres hermanas, después de haber dado muerte a su padre, saltó el muro de la misión de El Obeid, pidiendo asilo. Posteriormente llegó el dueño del esclavo para reclamarlo, pero el muchacho quiso a toda costa quedarse en la misión. Monseñor Comboni lo preparó, lo bautizó y lo envió a Roma para estudiar filosofía y Teología. Daniel Sorur, ordenado sacerdote, fue uno de los cimientos de la Iglesia Indígena del Sudán, la primera gran realización del “plan” comboniano que consistía en “salvar a África con gente de África”.
La característica de la vocación misionera de monseñor Comboni fue el amor al sufrimiento, aceptado con alegría por el Reino de Dios. “Para llevar laCruz de Cristo al Centro de África -escribió en una carta- tendremos que padecer, ser despreciados, calumniados, condenados quizá y... morir, porque las obras de Dios son marcadas por la Cruz... yo soy feliz en la Cruz que, llevada gustosamente por amor de Jesucristo, engendra el triunfo y la vida eterna”. Mirando la cruz de oro que llevaba en el pecho como todos los obispos, decía: “Esta cruz es preferible a cualquier otra, porque lleva consigo el honor de trabajar por la salvación de las almas y de ofrecer, a ejemplo de Jesucristo, la vida por ellos”.
Conmovedora fue la despedida de su anciano padre antes de subir al tren que lo Nelda Lizeth cumple 18 años Con motivo de su cumpleaños número 18 fue homenajeada la señorita Nelda Lizeth Salas Aceves por parte de sus papás los señores: Ing. Luis Ramón Salas del Río e Ing. Nelda Irma Aceves de Salas el 23 de octubre de 2010, y presentada a la sociedad.
Familiares y amigos se dieron cita en la residencia de la familia Salas Aceves, a partir de las 20:00 horas. Los asistentes disfrutaron de una deliciosa cena, así como el tradicional pastel de cumpleaños. Nelda obtuvo una gran fiesta donde recibió infinidad de felicitaciones y buenos deseos por parte de los asistentes.
Nelda Lizeth Salas Aceves el día que festejó su mayoría de edad.- Aldaba & Diane Fotografía conduciría aRoma para volver a África acompañado por un grupo de misioneros, que incluía también a los primeros cinco religiosos del Instituto que él había fundado. Abrazando a su hijo obispo, el señor Luis exclamó: “Daniel, si supieras cuánto te amo... eres el único hijo que me ha quedado, pero si tuviera cien hijos, todos los entregaría para la salvación de las almas”. Monseñor Comboni, con los ojos humedecidos por el llanto pensó: “Dios mío, dejo a mi padre quizá para no verlo más... pero estaría dispuesto a dejar cien padres, si los tuviera, para servirte a Ti, Padre Celestial, y para cumplir Tu voluntad”. Apenas cuatro años duró el servicio episcopal de Daniel Comboni en Sudán. Años marcados por acontecimientos trágicos que consumieron su salud y lo condujeron precozmente a la tumba.Auna terrible sequía, siguió la carestía.
Al principio se podía encontrar con dificultad un poco de harina, pagándola veinte veces más de su precio ordinario. Muchos sólo alcanzaban a comer hierba seca. Después de diez meses de sequía, el cielo se nubló, pero las lluvias fueron tan violentas que destruyeron las viviendas de los indígenas, obligándolos a quedar a la intemperie día y noche, torturados por el sol y ahogados en una humedad mortífera. La mitad de la población pereció de hambre, sed, peste y otras enfermedades. Ocho, entre sacerdotes, seglares que cooperaban en la misión y religiosos, murieron. El explorador italiano PellegrinoMatteucci así comentaba en enero de 1879: “Escribo y lloro.De los misioneros de Jartum, sólo sobrevive Monseñor Comboni”.
Volviendo en julio de 1881 de un largo viaje desde El Obeid, a donde había ido para visitar las misiones de Kordofán, le cogió por el camino un fuerte temporal que duró toda la noche y le obligó a quedarse acostado durante cinco horas sobre un colchón empapado de agua. A los compañeros también les tocó la misma suerte.
Cuando Dios quiso, llegó a Jartum, pero las fiebres, el insomnio, la inapetencia y otras molestias acabaron con él. Las fiebres atormentaron al obispo por tres días. Gran dolor le causó la muerte repentina del padre Juan Fraccaro, un sacerdote que había traído consigo para hacerlo su vicario general. Después de una noche insomne, con las pocas fuerzas que le quedaban, se levantó y se arrastró por la casa para consolar a los misioneros; pero la fiebre le obligó a volver a la cama. A las ocho de la noche, a causa de la fiebre, le cogieron escalofríos. Después de haber levantado su mano en actitud de bendición sobre todos sus hijos, les aseguró diciendo: “No teman, yo muero, pero mi obra no morirá”. Entrando en agonía, hacia las diez de la noche exhaló el últimorespiro. Aquella misma noche -al igual como sucedió al morir San Charbel Majluf y su maestro, el monje Al Jardiniuna gran cruz luminosa fue vista brillar en el cielo de Limone (su pueblo natal), en dirección de África.
Al día siguiente se celebraron los funerales con gran solemnidad, con la participación de las más altas autoridades del país, de los cónsules europeos residentes en Jartum, y de una multitud incalculable de personas de todas las clases sociales que llegaron para manifestar su amistad y gratitud al gran “Mutrán as-Sudán” (obispo de Sudán).
El ataúd fue enterrado en el jardín de la Misión, junto a la tumba del padre Maximiliano Ryllo, la primera víctima de la Iglesia en Sudán.
Al conocer la noticia de la muerte de Monseñor Comboni, el Papa León XIII exclamó: "¡Pobre África, qué pérdida tan grande has tenido!".
Poco después de la muerte de Monseñor Comboni, Sudán sufrió una sangrienta revolución político-espiritual, iniciada por un fanático llamado Al-Mahdi. Durante la persecución la obra de Comboni quedó aniquilada. Las florecientes misiones de Jartum, El obeid, Délen y Málbes, fueron destruidas. Los sacerdotes y las religiosas que no habían alcanzado a refugiarse en Egipto fueron encarcelados. Después de muchos años de tentativas y realizaciones, la misión de África Central parecía un fracaso definitivo. Sin embargo, en 1899, cuando todo hacía pensar que no había más esperanzas, el padre misionero José Ohrwalder, uno de los pocos que habían logrado escapar de los horrores del cautiverio, regresaba a Jartum y celebraba allí la Santa Misa después de muchos años, con la participación de los pocos cristianos supervivientes.
Finalmente: después de la muerte, la vida; después de la destrucción, la restauración; después del Calvario, la Resurrección de la Iglesia Sudanesa. La cruz tiene la fuerza de transformar el África Central en tierra de bendiciones y de salvación. La obra de este gran misionero, llamado por un obispo de la India "el Francisco Javier de África", lejos de resquebrajarse bajo el peso de los trágicos acontecimientos, se desarrolló más tarde con la bendición de Dios, propagándose también en América y en Asia.
Analizando después de un siglo la figura de este intrépido apóstol de África y precursor de los tiempos nuevos, quedamos maravillados de cómo pudo un hombre que vivió apenas 50 años, viajar tanto cuando las comunicaciones internacionales eran muy complicadas, iniciar importantes instituciones y despertar entusiasmos que duran todavía.
Misionero es un hombre llamado por Dios para anunciar al mundo su plan de salvación. Ojalá que algunos jóvenes -por lo menos uno- al leer esta columna periodística, se sientan motivados a dejar a sus padres como lo hizo un día monseñor Comboni para salir a predicar el evangelio de Jesucristo a todos aquéllos que aún no lo conocen o que conociéndolo, por desgracia lo han olvidado. La vida tiene en la actualidad falsos atractivos que no ofrecen una verdadera satisfacción a los seres humanos. Muchas veces buscamos la felicidad por caminos equivocados, y tratando de alcanzarla, llevamos el peligro de hundirnos en las drogas, en la pornografía, en los vicios, en la prostitución y en hechos pecaminosos que contagian a otros. Al final, si hacemos un balance de nuestras miserias, podemos llegar a sentir asco de nosotros mismos, pero, siguiendo los pasos de Jesucristo y tratando de imitar las virtudes de hombres santos como lo fue Daniel Comboni, podemos corregir errores y aprovechar el corto tiempo que nos resta de vida.