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“VEN Y SÍGUEME”

POR JACOBO ZARZAR GIDI

La suprema felicidad de la vida es saber que eres amado por Dios. Una vez al año, los sacerdotes encargados de buscar vocaciones sacerdotales de la Arquidiócesis de Nueva York salen a las calles con el Santísimo Sacramento expuesto en una custodia. Ellos caminan a pie, al mismo tiempo que varios acólitos hacen sonar pequeñas campanas que llevan entre sus manos para rendir tributo al Rey de Reyes y pedirle vocaciones sacerdotales según su corazón, porque la mies es mucha y los operarios pocos. Cada vez que llevan a Jesús a la gente, cada vez que acompañan a Cristo a las calles, algo pasa. Las vidas cambian, muchas personas analizan su propia existencia, y nacen vocaciones.

Los que van caminando por las banquetas se detienen, lo miran un instante y se encuentran con Jesús cara a cara. En ese momento, su proyecto de vida si es que lo tienen, cambia para siempre. Entre las personas que más llamaron mi atención en esa marcha silenciosa se encuentra una anciana de piel oscura que la observé mirar con amor el paso del Maestro. Ella entretejió los dedos entre sus manos, y sin decir una sola palabra, con la expresión de su rostro adolorido por las tribulaciones de la vida, me dio la impresión de que imploraba misericordia. ¿Por qué no le pedimos nosotros también al Señor que nos acompañe por las calles de nuestras ciudades como se hacía en el siglo pasado, para que el odio entre hermanos se convierta en amor y se termine la violencia?

Esa caminata con el Santísimo es una celebración de fe. Ellos llevan a Cristo a las calles de Nueva York -de alguna forma la capital del mundo, sitio en el cual vive mucha gente buena, pero también existen otras que consideran al dinero como su único dios y eso los lleva a violentar los mandamientos. Juan Pablo II nos dijo: “No temáis salir a las calles, a los lugares públicos y a las plazas, como los primeros apóstoles, para predicar el Evangelio de Cristo y anunciar la Buena Nueva de la salvación. Todos los jóvenes tienen un profundo deseo de hacer algo grande… el mundo necesita hombres buenos que se estén planteando la llamada, dispuestos a dar un paso al frente, sin miedo. Hombres verdaderos decididos a entregar su vida por Cristo.

Las batallas a las que los jóvenes se enfrentan en esta sociedad, son las drogas, la inmoralidad y la violencia, siendo ése el motivo por el cual muchos no responden, a pesar de que el sacerdocio y la vida religiosa son de origen sobrenatural indispensables para que otros puedan vivir. La gente busca al Señor, pero lo hace en sitios equivocados. La gran crisis que hoy existe en nuestro mundo es la falta de Dios en nuestra vida. El mundo cuando piensa en un célibe, se ríe, se burla del celibato, porque su aspiración es hacer lo que quiera, ser libre, “gozar al máximo” haciendo uso desordenado de su sexualidad y castigando su cuerpo con las drogas al ir en busca de sensaciones nuevas. Sería bueno que se preguntaran: ¿Señor, qué quieres que yo haga? Los jóvenes tienen que luchar en batallas que las generaciones anteriores no tuvieron. Nuestra cultura actual es ruidosa, está inundada de televisión y música que altera los sentidos, desintegra a las familias, y como consecuencia no se percibe al Señor como centro de la vida. Se perdió la costumbre de rezar por las noches el rosario en familia; de sentarse alrededor de la mesa todos juntos para tomar los sagrados alimentos; y de bendecir a los hijos para que el Señor los proteja de todo mal. Ya no se respeta al padre y al abuelo, y sus valiosos consejos no son escuchados. Anteriormente, a la Misa de los domingos mucha gente acudía, y el momento de la Consagración era lo más importante. Por doquier existían familias católicas practicantes -convencidas de su fe, que no dudaban de su religión y que eran el mejor ejemplo para la comunidad. ¿Por qué permitimos que se perdiera todo ese tesoro que ahora añoramos? Ser sacerdote es una oportunidad para impulsar el cambio en cualquier parte del mundo, es escuchar con amor la invitación que proviene de lo alto. Si contemplamos la naturaleza, cómo crecen las plantas, los árboles y las flores, veremos que lo hacen en silencio. Con la vocación pasa lo mismo, la relación con Dios es semejante, crece en silencio en un entorno donde se puede escuchar al Padre que nos dice sin palabras lo que espera de nosotros.

Jóvenes, aléjense del ruido, de las prisas y de los tumultos, y una vez que lo consigan, si tienen vocación, díganle SÍ a Jesucristo, porque sin vocaciones sacerdotales no habrá Eucaristía. Juan Pablo II, que fue el rostro del sacerdocio católico en el mundo, nos dijo: “Después de reflexionar y aceptar la llamada de Cristo como un compromiso, NO TENGAN MIEDO, porque el sacerdocio es perseverar en la verdad con amor”.

¡Cuantos más sacerdotes haya en el mundo, más claro será el mensaje de salvación! Ser sacerdote no es algo natural, sino sobrenatural. Tienen que salir a pescar en aguas turbulentas de la vida. El que acepta, se fía de las palabras de Jesús, y se convierte en pescador de hombres.

La labor de un sacerdote, además de consolar y ser un guía espiritual, es ser alguien, que como decía San Pablo, administra los misterios de Dios. Él es quien lleva los sacramentos a la vida del Pueblo de Dios, ofreciendo la sangre de Jesucristo e invocando la misericordia del Padre sobre el mundo. Cada día, el don del santo sacerdocio se vuelve más hermoso y brillante porque le habla al corazón y al alma de toda sociedad, sirviendo en cualquier sitio donde exista una necesidad.

El sacerdocio también es una vida de sacrificio porque es la vida de Nuestro Señor. No se trata simplemente de estar todo el día en la iglesia rezando, se trata de arremangarse la camisa y hacer cosas por los demás, escuchando confesiones, celebrando la Misa, llevando retiros, comprendiendo y compadeciéndose del que sufre, haciéndolo todo en completo gozo y afinidad con Dios.

En el momento histórico más importante de cada familia, un buen sacerdote se encuentra a su lado para celebrar un matrimonio, una Primera Comunión, bautizar a un bebé, o preparar un alma para la muerte.

Lo que acerca a los jóvenes al sacerdocio es el ejemplo del sacerdote mismo, siendo un padre espiritual para ellos. Un buen sacerdote es el rostro de Cristo, y cuando esos niños y jóvenes lo miran, ven a la Iglesia, y cuando ven a la Iglesia, ven a Cristo. Como consecuencia, ser sacerdote es un compromiso y una gran responsabilidad. Afortunadamente, el número de discípulos está creciendo.

Es importante aclarar que el sacerdocio es duro, y es para hombres de verdad, pero cuando hay amor y se hacen las cosas con alegría, los sacrificios no cuestan. Recordemos que el Señor eligió a hombres comunes, hombres normales, que vinieran y le siguieran. Cuando descubrimos y aceptamos al Señor, encontramos el tesoro más valioso por el que vale la pena venderlo todo para comprar ese terreno donde se encuentra el cofre con la perla más preciosa que ha existido y que se llama Jesucristo, porque Él… lo vale todo.

jacobozarzar@yahoo.com

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