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Mi hijo nunca...

La realidad se impone

La educación integral de los hijos pequeños pasa por la imposición de las decisiones de sus padres respecto de las conductas de alto riesgo

La educación integral de los hijos pequeños pasa por la imposición de las decisiones de sus padres respecto de las conductas de alto riesgo

Por: Juan Manuel Torres Vega

Es natural que todo padre de familia viva con la esperanza de que a su descendencia no le pase nada malo. No obstante, en ocasiones ese anhelo da paso a un peligroso autoengaño, pues afirmar “mi hijo nunca...” lejos de mostrar confianza, implica poner en juego su bienestar.

La vida es delicada y compleja, está llena de sorpresas y de peligros para todos, en especial para las crías. El reino animal ofrece múltiples testimonios de padres que se entregan, a veces con la existencia misma, en la defensa de sus hijos. Dicho comportamiento se presenta también en el animal humano.

Una diferencia es motivo de este escrito: la posición extrema de quien anhela (los padres) la certeza de una vida excelente para el hijo, con una fuerza tal que se llega al aferramiento y al autoengaño que paralizan, minan la fortaleza y avanzan hacia la destrucción del proyecto.

La posición saludable asume que la realidad se impone y prevalece, cultiva la apertura y la disponibilidad, empujando la actualización permanente del proyecto de vida. Así, cualquier evento probable puede llegar a presentarse. Desde lo popular se dice: “Nunca digas nunca”.

EN EL RIESGO

Nuestra condición de existencia implica la presencia de innumerables riesgos, con diferente grado de amenaza, y necesitados todos de alternativas para su solución. Ya desde el periodo de gestación cada nuevo ser requiere de cuidados preventivos y, según el caso, terapéuticos. Los padres inician su aportación cuidándose a sí mismos, acción que se traduce en mantenerse saludables física y mentalmente, para conservar o incrementar su calidad de vida y obsequiar el mejor ambiente para su descendencia. Todos lo viven con la firme y confiada esperanza de ‘que no pase nada malo’.

Cualquier etapa del ciclo vital presenta contingencias esperadas e inesperadas, posibles todas, que se concretan en las conductas de alto riesgo, especialmente en los niños, los adolescentes y los adultos jóvenes. Jugar con fuego, ingerir sustancias tóxicas, abusar de drogas legales o ilegales, conducir vehículos automotores, cometer delitos y ejercer la promiscuidad sexual, son ejemplos que suceden en familias mexicanas de todos los niveles socioeconómicos. Cada una puede traer consecuencias graves y desagradables, tanto por la generación de adicciones, la existencia de un embarazo adolescente o el contagio de alguna enfermedad, o el perjuicio a terceros en sus personas y propiedades, como en la afectación de la propia vida.

Ninguno de los escenarios mencionados es anhelado por los padres de un hijo. Antes bien, se busca evitar a toda costa hasta la simple mención o sospecha de semejante catástrofe, ni en la imaginación ni en el pensamiento. Simplemente se elimina. Para el día en que se aborda el tema, la respuesta es contundente: “Mi hijo nunca haría (diría, tomaría, decidiría, sentiría, pensaría) eso”. Esta es una primera forma de pararse frente al riesgo, la más sencilla y común, también la de mayor peligro para todos, pues en lugar de disminuir la posibilidad de un daño, la incrementa por la mera omisión en atenderla. Tal estado suele conducir a la indefensión, el peor escenario para una emergencia.

EN SU PREVENCIÓN

Hay una segunda forma, que consiste en prevenir las contingencias. Su punto de partida se encuentra en la actitud de que ‘todo puede suceder’ y continúa en la conducta de valorar las probabilidades de que algo ocurra. Así lo vivimos con la casa habitación, por goteras, robo, deterioro e incendio. El mantenimiento preventivo sugiere impermeabilizar, pintar, enrejar, actualizar la instalación eléctrica y adquirir los seguros necesarios. Se trata entonces de exportar a las personas lo que ya hacemos con las cosas, a los seres queridos en quienes encontramos un valor altísimo, el mejor de los tesoros.

Aquél que reconoce los peligros se aleja de la indefensión y se apresta a diseñar un programa preventivo. Son los pasos a seguir para que lo no deseado disminuya sus posibilidades de ocurrencia.

La educación integral de los hijos pequeños (niños y preadolescentes) pasa por la imposición de las decisiones de sus padres respecto de las conductas de alto riesgo. Por ejemplo un bebé que ‘exige’ meterse solo en una alberca, por pequeña que sea, recibirá la negativa adulta de hacerlo. A lo más podrá ingresar acompañado y supervisado por su cuidador en turno.

El mismo proceso de formación de los hijos mayores (adolescentes y adultos jóvenes) requiere de la exposición de la propuesta y opinión de sus padres, como aporte para negociar y alcanzar un acuerdo que beneficie y satisfaga a toda y cada parte involucrada. Un hijo que quiere llegar a las tres de la mañana recibe la contrapropuesta de arribar a medianoche. Ambas partes justifican su propio aporte y se abren al del otro, así hasta sellar el trato y sin olvidar las consecuencias de su violación, mismas que también se negocian.

La prevención más efectiva brota del testimonio de los padres. Es la semilla de mayor calidad, la que lleva consigo una esperanza grande por ingresar a una buena tierra. Sembrar es la tarea de cada padre, con su ejemplo cotidiano al construir un proyecto personal y disfrutarlo.

Y EN SU TRATAMIENTO

La tercera no es recomendable, pero si el peligro ya es un hecho, entonces resulta necesaria. Es la más cara pues consume recursos económicos, físicos y psicológicos, generalmente manifestados en una cuenta grande. En su favor, decimos que se trata de la ganancia en medio del desastre. Requiere de alguien que responda por los daños y asuma las consecuencias.

El impacto directo lo sufre el que vive la conducta de alto riesgo. Si libra el trance al que se expuso, tal individuo está llamado a ser protagonista de su recuperación y del aprovechamiento de las oportunidades alcanzadas por el hecho de que las probabilidades de verse severamente afectado -quizá incluso de perder la vida- no se cumplieron. Un crudo aprendizaje para entender aquello de: “Nunca digas de esa agua no he de beber”. El impacto indirecto es para quienes lo rodean y resulta mucho menor cuando se cumplió con la tarea, ya que la responsabilidad es el antídoto para la culpa. La prevención no es garantía para evitar que algo suceda, pero sí es la mejor forma de prepararse para todo.

Correo-e: juanmanuel.torres@lag.uia.mx

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