Llegó sin avisar y me dijo con lamentosa voz:
-¡Cuántos crímenes se cometen en mi nombre!
Por sus palabras la reconocí: era la libertad. Le pregunté:
-¿Puedo hacer algo por usted? Siéntase con entera libertad para decírmelo.
Me respondió:
-Los crímenes que se cometen en mi nombre los puedo perdonar. Lo que es imperdonable son las necedades, difamaciones y calumnias, mentiras y falsedades de todo orden que se dicen en nombre de la libertad de expresión. Eso sí no lo puedo tolerar.
-Pero, señora -me atreví a decirle-. La libertad debe ser libre.
-Es cierto -admitió ella-. Pero no ha de servir a las causas del mal. Sólo seremos verdaderamente libres cuando nuestra libertad sirva para hacer el bien.
Me pareció que en esas últimas palabras había algo de melodramatismo. No se lo dije, sin embargo. La libertad tiende siempre a ser melodramática.
¡Hasta mañana!...