San Virila salió de su convento muy temprano. Debía ir al pueblo a pedir el pan de los pobres.
En el camino vio a un perrillo que temblaba de frío. Lo tomó en sus manos, y lo arropó entre los pliegues de su hábito.
Cuando volvió con sus hermanos, Virila les mostró al cachorro.
-Vivirá aquí -les dijo-. Es pobre también, como nosotros.
Pasó el tiempo. Creció el animalito, y fue en la compañía de los frailes igual que un fraile más. Cuando oraban los monjes él parecía rezar también. Al pasar frente a la imagen de la Virgen se inclinaba como hacían los otros.
Nunca tuvo nombre ese perro. San Virila decía que el nombre es un orgullo mundanal. Pero cuando lo recordaban decían los buenos frailes:
-¿Te acuerdas de San Perro?
¡Hasta mañana!...