Por favor, no me hablen ahora. Estoy en el paraíso, y cuando un hombre está en el paraíso ni siquiera el Papa debe atreverse a hablarle.
He aquí que me estoy comiendo un buñuelo saltillero. Los buñuelos que en mi ciudad se hacen se deshacen en la boca como un madrigal. Son leves. Qué digo leves: son etéreos como la música, como el vuelo inaudible de los ángeles, como la caricia de una soñada amante.
Tomo en mi mano este buñuelo con temor de que desaparezca en ella, así de frágil e inasible es. Su casi transparencia se me deslíe en el paladar, y me deja apenas una vaga memoria de azúcar y canela.
Comulgo con esta maravillosa eucaristía salida de manos de mujer, y la perfecta redondez de su pequeño sol pone luz y calor en mis gozosos días de Navidad.
¡Hasta mañana!..