Ayer les dije adiós a dos buenas amigas: mis pantuflas.
¿Cuántos años hace que las tenía, regalo navideño de la prima Chayo? Toda la vida, creo, y a lo mejor desde antes. Tibias y suaves como vellón de oveja, cuando me las ponía eran caricia que aumentaba mi gozo de vivir.
Nada es eterno -ignoro si por desgracia o por fortuna-, y mis pantuflas acabaron al fin por acabarse. Me resistía a dejarlas. Al pie de la cama estaba ya otro par que, previsora, me compró mi esposa. Yo miraba esas pantuflas, bellas, flamantísimas, pero al salir de la cama en las mañanas me ponía las otras. Y no lo hacía por costumbre, sino por amor, pues siempre se aman las humildes cosas que son cosas de siempre.
Ayer, por fin, tuve que despedirme de ellas. Su venerable antigüedad era ya motivo de irrisión para mis nietos. Ahora luzco las nuevas, pero me siento un poco triste. Haré que el recuerdo se ponga las viejitas. Ese recuerdo llevará en los pies la suavidad y el calor de mis pantuflas, que tendrán -ahora sí- eterna vida.
¡Hasta mañana!...