San Virila hizo otra vez su acostumbrado milagro invernal. Vio a un pequeño gato que tiritaba de frío en el patio del convento. Alzó el santo la mano. Un tibio rayo de sol bajó sobre el minino y comenzó a seguirlo a todas partes. El gatito ronroneó en señal de gratitud, y se frotó en el humilde sayal de San Virila.
En eso el rey salió de misa. Se arropó con su manto de armiño; se echó encima una gruesa capa de fornida lana, y la piel de un oso. Sin embargo siguió sintiendo frío.
-Ea -le ordenó a San Virila-. Haz que caiga también sobre mí un rayo de sol como el que le diste a ese animalillo.
Respondió el frailecito:
-De nada te servirá ese rayo de sol. El frío que sientes lo llevas en el alma, y una alma fría no admite la luz ni el calor que nos da Dios. Además -añadió San Virila con sonrisa traviesa-, los reyes no saben ronronear.
¡Hasta mañana!...