Otra de las repercusiones importantes derivada de este tipo de educación que recibimos y que promueve la falta de exploración de nuestra sensibilidad a través de la exploración de nuestros cuerpos y de las diversas emociones que parten de ellos, tiene que ver con nuestro desarrollo psicosexual a lo largo de la vida. En este siglo XXI, sería un tanto cándido y quizás hasta ridículo el hecho de negar que nacemos como seres sexuales, y que dicha sexualidad se va desarrollando y madurando a través de las diferentes etapas del ciclo vital, incluyendo la vejez hasta llegar al día de nuestras muertes. Por mucho tiempo, y aún en el presente todavía hay tantas personas que consideran que la sexualidad se inicia en la pubertad, cuando se presentan toda esa serie de cambios físicos, mentales, psicológicos y conductuales que le dan un vuelco a la existencia de niños y niñas conforme avanzan en el proceso de la adolescencia hasta llegar a su etapa de adultos jóvenes. Sin embargo, actualmente sabemos que esta ha sido una verdad a medias, ya que la realidad es que nuestra sexualidad llega con nosotros desde el momento mismo en que nacemos, con ese potencial impreso en nuestros cuerpos y mentes, como una parte intrínseca de nuestra biología, pero que se va manifestando en formas diferentes durante los primeros años de nuestra vida antes de llegar a la pubertad. Los diversos estímulos y sensaciones que forman parte de nuestro desarrollo sexual, nacen y se van desarrollando e integrando poco a poco, gracias a complejos mecanismos orgánicos y psicológicos que tienen que ver con la forma en que percibimos el mundo, el ambiente en el que nos desarrollamos, así como los personajes tan variados e importantes que forman parte del mismo desde nuestra primera infancia. En esos primeros años, nos vemos expuestos a una serie de estímulos y experiencias que a su vez nos provocan sensaciones placenteras o desagradables, cuya interacción va precisamente modelando y modulando nuestras primeras experiencias y memorias, las cuales se irán acumulando y organizando como una buena parte de nuestros cimientos y archivos de lo que vendrá desarrollándose y madurando como nuestra sexualidad. Las primeras miradas de nuestras madres y de nuestros padres o de quienes hayan tomado esos roles, las primeras caricias, besos, abrazos y demás estímulos táctiles que van dejando huellas en nuestras pieles; las primeras palabras y sonidos acariciantes y amorosos que hayamos recibido en esa primera etapa básica de la vida como parte de las interacciones con esas figuras fundamentales, asociados a olores y sabores o a diferentes tipos y estilos de movimientos y vaivenes cuando los bebés son mecidos, transportados, alimentados o arrullados, así como otros tantos estímulos básicos que incitan a nuestros órganos de los sentidos para proporcionarnos esa primera y muy extensa variedad de sensaciones que empiezan a construir nuestro mundo externo e interno, y que representan sin lugar a dudas las primeras bases no sólo de nuestra identidad y de nuestra estructura biológica y psicológica, sino también definitivamente de nuestra sexualidad, como una parte importante y naturalmente difícil de separar de las dos anteriores.
Erróneamente, estamos malacostumbrados a pensar en la sexualidad humana como algo que está centrado exclusivamente en el coito, sin tomar en cuenta la complejidad que representa u que implica la posesión de esta capacidad humana con la cual nacemos, la manera en que evoluciona y se desarrolla a través de los años, conforme madura y se va constituyendo en un aspecto tan fundamental de la personalidad de cada uno de nosotros, como resultado de tantas y tan variadas experiencias aprendidas y vividas. Es por eso quizás que persistimos en creer que la sexualidad nace en la pubertad, cuando los nuevos cambios biológicos hormonales hacen reaccionar en diferentes estilos más o menos intensos a niños y niñas al convertirse en muchachitos y muchachitas, de los que quisiéramos suponer que se encuentran más o menos preparados para los mismos, de acuerdo a la información y a la educación que han recibido en los años previos, sea dentro de sus hogares o en las escuelas mismas. Tal vez por esta razón, nos preocupa no tanto su sexualidad definida como ese atributo natural e integral que poseemos, sino el hecho de que sean capaces de llevar a cabo un coito prematuro, especialmente por todas las repercusiones que conlleva, no sólo para ellos en lo relativo a sus vidas y a su desarrollo, sino también en cuanto al ambiente en el que se mueven, sobre todo en lo que respecta a sus padres y a sus respectivas familias (Continuará).
Asociación de Psiquiatría y Salud Mental de La Laguna A.C. SILAC)