Como siempre he dicho, El Señor tiene un pésimo administrador de recursos hidráulicos, seis meses nos mata de sed y los otros seis nos inunda. Por el momento en esta capital, la lluvia ha remitido y la luz de las mañanas nos entrega un paisaje que asombra por su belleza. Como una mujer que teme hacerse vieja, octubre ha hecho su aparición vestido de escarlata y oro.
Contra nuestro empeño depredador está la inquebrantable voluntad de las flores, que choridas y tristonas como estaban por el exceso de lluvia, han tomado un segundo aire y bailan lozanas y felices al son que les toca el viento, antes de que el otoño se las lleve entre sus días. Tanta belleza y eso que todavía no se ha dejado ver la luna, que en octubre es tan hermosa.
En una capital abusada y sobrepoblada como la nuestra, es considerable fortuna vivir en una casa donde la exuberancia de octubre se mete por las ventanas estimulando en mi imaginación el deseo de salir libre y feliz hacia la luz, de sentarme a escuchar el canto del agua en las fuentes, de apreciar el milagro de las buganvilias que saltan por los muros de las casas, y del amor, ¡ahhh! el amor que estemos donde estemos, cuando tenemos veinte años siempre nos encuentra. Estos días de aire transparente y respirable, tan poco frecuentes en esta capital, reviven en mí a tantos seres que me han habitado: la niña que a su curiosidad recibía como respuesta: "tones paralos preguntones". La joven rebelde que quería salir a volar, pero nunca consiguió romper los cerrojos de la puerta. La adulta que aun atada de pies y manos, sigue soñando con la libertad, con la verdad y con el amor. Cuánta razón tiene el escritor Manuel Vicent cuando reflexiona sobre la forma en que al contrario de lo que sucedió con Dorian Grey, el personaje literario de Óscar Wilde a quien por un extraño sortilegio le fue concedido que el deterioro de los años como la carne flácida, las arrugas, las manchas ocres en el dorso de las manos y la mirada opaca y sórdida de quienes conocen sus pecados, se reflejara sólo en su retrato, mientras él, eternamente joven, con la belleza inalterada de su rostro, los músculos tensos y la mirada brillante, seguía seduciendo, bebiendo y bailando en fiestas interminables.
Al contrario del personaje de Wilde -según Vicent los seres humanos mantenemos intacta en la memoria y en el corazón la imagen de los jóvenes saludables, guapos y de energía apabullante que alguna vez fuimos; mientras el cuerpo nos sorprende todos los días con las señales que el tiempo nos impone: manchas del sol al que irresponsablemente nos expusimos de jóvenes, los pulmones petrificados por el humo del cigarro o por la contaminación, los surcos que deja en la cara el rencor, la traición, el desamor y el imparable goteo de las pérdidas: hoy se va un trabajo o un amigo, mañana un amor, los padres, y ¡horror! un hijo. Los espejos se encargan de recordarnos la diferencia que existe entre el joven que llevamos dentro, y la cruda realidad. Dicen por ahí que si no hubiera espejos, nadie conocería su propio rostro porque sólo envejeceríamos en la mirada de los otros. ¡Ya!, ya sé que si usted no ha abandonado esta lectura todavía, estará preguntándose: ¿A qué viene ahora que esta señora salga con días luminosos y tonterías cuando tenemos tantos gravísimos problemas por resolver? Pues es muy fácil, el año ha tomado ya su recta final y no es sano seguir respirando el aire viciado de la queja. Necesitamos oxígeno, poner el pensamiento en positivo, seguir luchando para conseguir lo que queremos, pero también agradecer lo que sí tenemos. Como todos los países en algún momento, atravesamos una mala racha, pero esto no durará para siempre. Estamos cumpliendo 200 años de existencia como un país nuevo, ni indígena ni español sino una mezcla que todavía no acaba de integrarse debidamente. Doscientos años para un país no son nada, ¡y por favor! no hagamos comparaciones con Estados Unidos porque ahí no hubo el menor intento de integración. Allá, los inmigrantes que tanto se quejan ahora de la inmigración, simplemente impusieron y agandallaron. Nosotros seguimos luchando por consolidar la mezcla de dos razas y hacerla funcionar; pero eso tarda un poco más. Vamos a tientas, construyéndonos a base de ensayo, error, intentando fraguar una identidad con elementos muy diversos.
Sobre la marcha aprendemos civilidad, democracia, y seguramente después de la amarga experiencia que nos ha dejado la corrupción, aprenderemos también a ser íntegros, éticos, cabales. Con mucha dificultad estamos descubriendo los derechos y los deberes de ser mexicanos. Si este bicentenario con todos sus carísimos fastos sólo sirvió para revisar y hacer conciencia de lo que significa la mexicanidad, pues entonces valió la pena el esfuerzo.
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