Con inmensa alegría un niño recuerda cumbres de éxtasis en su infancia: en este instante siente el mismo aire que golpeaba su cara cuando a los diez años cabalgaba a golpe tendido en el rancho de su padre.
Lágrimas salían de sus ojos por enfrentarlos al viento. El galope del caballo, el olor de la hierba y de la húmeda tierra, producían el milagro de sentirse unido al universo. Sentía una mezcla de júbilo inmenso y seguridad plena.
Jamás se han borrado de su alma sensaciones y sentimientos tan grandiosos. Cientos de metros cabalgó de esa manera. El corto tiempo de ese galope tendido llenó su corazón de éxtasis y alegría. Tiempo corto que se ha extendido durante toda su vida.
¡Qué bendición, que a esa edad temprana de diez años, haya tomado ese niño conciencia de esos momentos fugaces que su alma les ha dado un valor de eternidad! Jamás podrá olvidar que su caballo y él devoraban el camino llenos de alborozo.
Recuerda su vivo deseo de que el camino se prolongara: quería ardientemente que el aire siguiera pegando en su rostro. Música celeste era a sus oídos el golpeteo de los cascos del corcel en el camino de tierra.
Su caballo y él eran uno: él resoplaba por el esfuerzo, y el niño sentía cómo se hinchaba su pecho. El animal corría alegre, con brío y estampa. Ambos disfrutaban estos momentos de fuerza y de intenso gozo.
Lo que no está en nuestra conciencia no nos pertenece. No importa que nos haya sucedido algo sublime; si nuestra conciencia no apresó ese suceso y no lo convirtió en sangre de nuestra propia sangre, el sublime suceso se extinguió para siempre. Por fortuna, la conciencia del niño se cimbró ante ese galope tendido.
Su conciencia es más que su memoria, es su alma que recuerda; es su alma que se impacta por un evento, una plática, una idea, un imborrable sentimiento. Nuestra conciencia es ancha y profunda, o angosta y flotando en la superficie. Si gozamos de afectos reales y riquezas de todo tipo, pero nuestra alma no las hizo suyas, no nos pertenecen. Nuestra flaca conciencia nos mantiene en una total pobreza de vida.
Incontables veces, en situaciones difíciles de nuestra existencia, la fuerza de nuestra alma nos monta en un corcel, produce el milagro que el universo, nuestro caballo y nosotros seamos uno, tantas veces como queramos recordarlo. Nuestra conciencia nos envuelve y nos ofrece el manjar divino de volver a vivir ese arrobamiento y éxtasis que por momentos de fugacidad eterna, vivimos.
Claros y profundos estados de conciencia son poderosísimas armas dispuestas a combatir temores cobardes, sospechas y suposiciones vagas. Lo que apresamos en nuestra conciencia se nos ofrece después, como manjar celeste: los incontables momentos de amor vividos con nuestra amada, hijos, padres y amigos; los impactos grabados en nuestra alma, de triunfos personales, de actos generosos y nobles que nos hicieron sentir plenamente humanos, son divinos tesoros.
Un solo acto de conciencia que nos permita volver a vivir momentos de exultación ya vividos, puede cambiar radicalmente nuestras vidas. Todos, en muchos momentos, hemos sido nobles, valientes como el mejor guerrero, generosos, victoriosos, tiernos, compasivos. Algo tenemos de divinos, si no, cómo admiraríamos a la divina Naturaleza.
Nuestra alma recuerda muchos momentos sublimes de nuestra vida. No se trata de voltear la cabeza como el que espera encontrar las joyas sólo en el pasado. El presente nos ofrece brillantes, creatividad, amor y gozo. Es más bien, pedirle a nuestra alma que nos transporte a esos sublimes estados de conciencia, que marcaron nuestra vida para siempre.
Al igual que el niño que grabó en su alma el éxtasis puro que sintió en el galope tendido, nosotros también volveremos a vivir sentimientos esplendorosos si le pedimos con respeto y cariño a nuestra alma, que nos los dé como invaluables regalos.
Este es un Canto de Critilo a la Vida.