¡Se abre el telón del universo, y la Tierra aparece en todo su esplendor y magnificencia: valles, bosques, elevadas montañas, mares, aves surcando los cielos, animales de todo tipo, mariposas que rivalizan en sus colores con las más bellas flores, y hombres en todas las latitudes del planeta!
Ante este asombroso espectáculo, bajan a la Tierra los dioses del Olimpo, y empiezan sus preguntas: al águila le dicen que dónde quiere vivir, y ella les contesta que se conforma con remontar los aires y proteger a sus crías en un nido en una montaña. El león les respondió que él sólo quería el espacio suficiente para cazar lo necesario a fin de alimentar a su familia. Pero eres muy fiero, le dijeron los dioses y cada vez vas a querer cazar más, a lo que el león les contestó: yo sólo cazo por hambre y no por crueldad como lo hacen los hombres.
¿Y tú, ruiseñor, dónde quieres morar? Sólo me basta un pequeño espacio y el pico de un árbol para cantar mis melodías que tanto gustan. El elefante pidió una pequeña selva, prometiendo no abusar de su enorme fuerza, pues al saberse y sentirse fuerte, no necesitaba demostrarla abusando de otros. Al preguntarle los dioses al renacuajo qué morada quería, él les respondió, que le bastaba un pequeño charco.
La paloma les dijo que le bastaba una pequeña guarida en cualquier vivienda, y que su cándido y temeroso corazón no le permitía más ambición, sino sólo el deseo de compadecerse de otros animales, pues solamente puede compadecer a otros cuando se ha sido compadecido, y a ella siempre la han compadecido por temerosa y tierna. La astuta zorra pidió que la alojaran cerca de conejos y de pequeños animales; pero de pronto, un animal le advirtió a los dioses que no atendieran la petición de la zorra, pues abusando de su astucia se comería a los animales más indefensos.
Por fin, los dioses del Olimpo le preguntaron al hombre qué sitio deseaba para alojarse. El hombre orgullosamente se hinchó como el vanidoso sapo, y les dijo, que pensándolo bien, él quería ser el amo y señor de todo el planeta, y que es más: que ni con la propia Tierra se conformaba, pues ya estaba pensando cómo escarbar con sus avariciosas uñas las entrañas de las montañas, pues el oro le fascinaba y los diamantes lo enloquecían. Para mí, dijo, el oro y las gemas preciosas me resultan indispensables para aliviar en algo mi ardiente codicia.
Y además, calculando que los bienes de la Tierra y montañas no me son suficientes, quiero también el dominio de los mares, pues aun cuando se me revienten los pulmones y muera, bajaré a las profundidades a fin de recoger ostras, abrirlas y buscar bellas perlas. Los dioses no salían de su asombro ante tanta codicia, por lo que le preguntaron: ¿y no te basta las frutas, granos y un poco de comida, así como admirar el cielo tachonado de estrellas y toda la palpitante belleza que día y noche te rodea?
¡No, les respondió el hombre! Recuerden, que no como para alimentarme, sino que mi deleite es la gula aunque reviente de enfermedades por comer tanto. Y no faltó un falso adulador que le dijo a los dioses: comprendan al hombre: no es que sea codicioso, sino que su grandeza de alma no se contenta ni con el universo entero, pero no es su culpa, pues su ambición se debe a su hermosa perfección.
Los dioses muy enojados le respondieron al adulador: tú lo adulas sólo por tu beneficio, y por ello, eres su enemigo. ¿Y cuál hermosa perfección?, dijeron los dioses, ¡si la visión de una mosca es más perfecta y mucho más profunda que la de un lince a la que el hombre tiene. La fuerza de este mortal imperfecto que es el hombre, es muchísimo menor a la de un gorila, su bravura es mínima ante la de un toro, su velocidad la supera el pajarito más pequeño, y de su belleza física habría que compararlo con la esplendente hermosura de un caballo, un leopardo, un delfín y otras bestias!
Los dioses opinaron que la inteligencia del hombre era muy alta, pero que aún no había podido armonizar su inteligencia con la irracionalidad que con frecuencia actúa. Que no entendían, aun siendo dioses, cómo era posible que la ternura que tantas veces mostraba su corazón, se transformara en una infinita crueldad ante todo tipo de animales y hombres, y aun ante miembros de su propia familia.
Critilo no daba crédito cuando se enteró de las contrariedades del hombre que se discutían con los dioses del Olimpo: capaz de morir por otros, y también, capaz de matarlos sin razón alguna. Deseoso de cooperar con sus congéneres, y a la vez, capaz de robarlos, defraudarlos, engañarlos y calumniarlos.
Critilo pensó, que los dioses del Olimpo debieron estar muy sorprendidos en ese encuentro, pero confiaba que otra vez que se vieran con los hombres, los dioses les deberían aconsejar que usaran para bien de todos, sus recursos más sublimes: la simpleza de la paloma, la bravura del toro para defender los valores más elevados y la justicia, la inocencia del ruiseñor que mucho nos enseñaría con su contentamiento permanente, y la escondida inteligencia del águila, que modestamente pidió un espacio en los aires, pero que en realidad lo hizo para alimentarse de tanta belleza que desde las alturas avistaba con asombro.