D Os asuntos coinciden en una preocupación central de nuestros días: el de la narcoviolencia en México y el de la inmigración mexicana a los Estados Unidos. Ambos de funden en un tema compartido, el de seguridad nacional.
A los muchos problemas que se imbrican en la densa relación entre México y los Estados Unidos, se añade el de la migración y su interminable debate en el Congreso de Washington haciendo más complejo el combate a las drogas.
Eventos recientes vienen a subrayar la interconexión. Por una parte, emerge de su oscuro nido racista la Ley antimigratoria promulgada en Arizona. Por la otra, aparece la autorización en California para el consumo y hasta la producción local de la marihuana, considerada como droga "leve", apta para cualquiera, no sólo para uso médico.
Aquí en México cunde con desenfrenado furor la violencia de las mafias narcotraficantes igual en la ciudad que en despoblado. En el Diálogo por la Seguridad convocado en estos días por el presidente Calderón en el Campo Marte, se escucharon alternativas para la guerra contra el narcotráfico. Surgen como la del Plan B, propuesta de legalización de las drogas. Se argumentan consideraciones de salud y la urgencia de garantizar un mínimo de seguridad en las calles.
Casi simultáneamente los dos presidentes han declarado, cada uno por su cuenta, su desacuerdo personal con la legalización de las drogas. Calderón, sin embargo, acepta la utilidad de una consulta pública.
Mientras en México así preparamos espacios para debatir seguir o no con la guerra militar contra las drogas o su legalización, diversas fuerzas cívicas se yerguen oponiéndose a la Ley anti-inmigrante de Arizona que la Casa Blanca desautoriza sin que deje, al mismo tiempo, de enviar 1,200 soldados, arguyendo razones de seguridad, a su frontera sur no para interceptar el contrabando de armas destinadas a los cárteles mexicanos, sino para bloquear la entrada de nuestros desesperados migrantes.
Una buena parte de los especialistas en el tema sabe que ninguna acción oficial, ni policial o militar, bastará para frenar el uso indebido de las drogas que se extiende en todo el mundo ni los estragos en las vidas personales ni en la sociedad que ellas causan. Ningún Gobierno cuenta con el instrumento adecuado para contrarrestar el mal que se encuentra a la base del problema del consumo y distribución de los narcóticos y que es la pasividad con que al nivel familiar o comunitario se tolera el consumo y tráfico de las drogas, sean las "leves" o las químicas "duras".
Entre los elementos de los que se ha hablado insistentemente es notorio el que falte señalar la flagrante pérdida de respeto en todos los ámbitos hacia los valores morales y éticos que toda sociedad requiere para estructurarse. Son las normas éticas que sostienen a la sociedad al defenderse de sus enemigos y, en el caso que nos ocupa, del abuso extendido de las drogas y sus estragos, así como la acción contra el consumo y su comercio que desatan el drama.
Los sólidos valores morales se inculcan desde el núcleo familiar donde se arraigan para luego regir el comportamiento del ciudadano a lo largo de toda su vida. La escuela, siguiente fase en el proceso de formación personal, puede completar y afirmar la percepción, buena o mala, constructiva o negativa, que el individuo tiene de la sociedad en que vive. Del trato que le dé la comunidad depende, en buena medida, su disposición a respetar sus normas. La concepción de lo válido o justo no nace de la Ley sino de conceptos que la sociedad estima superiores.
Las bases éticas que la comunidad tiene por válidas justifican el comportamiento que sus miembros deben seguir. La acción policial, militar, las nuevas restricciones financieras, para combatir el narcotráfico no tocan fondo. Hacer valer y vigilar los valores éticos y de solidaridad social requiere de enérgicas campañas públicas.
En las raíces más íntimas de los mexicanos laten los valores más sanos. Desde luego su germen está en los jóvenes "que ni estudian ni trabajan". La difusión de las normas de conducta que llevan a una vida productiva y feliz se debe hacer en las redes "sociales" como el tweeter y las radios comunitarias de alta penetración. De igual manera, hay que usar estas redes sociales para enseñar las terribles consecuencias personales y en todos los órdenes que resultan del consumo y del tráfico de drogas.
El papel de los líderes religiosos es indispensable para difundir respeto a los valores y normas constructivas de conducta. No hay que esperar más. Menos consultas, más acción.
Juliofelipefaesler@yahoo.com