La devaluación monetaria del Bolívar decretada por Hugo Chávez en Venezuela el fin de semana pasado, pone a ese país en la ruta de la miseria política y económica, a pesar de la enorme riqueza petrolera que yace en el subsuelo de ese hermano país, potenciada en un período de bonanza en los precios del crudo sostenida por casi una década.
Como es del conocimiento, desde hace siete años el Gobierno de Chávez implantó un control de cambios y en relación directamente proporcional con la magnitud de los poderes que se ha ido atribuyendo, ha endurecido su relación con sus gobernados.
Después de estatizar a cuanto medio de comunicación ha tenido el atrevimiento de criticar su estilo de Gobierno, Hugo Chávez expropió las instituciones bancarias del sector privado y posteriormente se apoderó de las cementeras y algunos otros enclaves estratégicos del sector productivo.
El Gobierno de Chávez ha derivado en una forma de dictadura que se endurece con el tiempo, sustentada en el control de la riqueza petrolera obtenida por ser Venezuela el principal proveedor de los Estados Unidos, que surte a ese país la mitad de lo que importa para su consumo. La riqueza pública ha sido malgastada por Chávez en el costo mismo de mantener el poder y en aventuras diplomáticas al borde de la guerra fratricida.
La devaluación cuyo comentario nos ocupa implica un deslizamiento oficial y por decreto del sesenta y cuatro por ciento del Bolívar frente al dólar norteamericano y en la actualidad supone la existencia de dos tipos de cambio: El que rige los precios de los productos de primera necesidad en la cantidad de dos punto seis bolívares por dólar y otro general u ordinario de cuatro punto tres bolívares por dólar. El mercado negro generado por todo sistema de control de cambios, en el caso venezolano ha situado hoy día a la divisa estadounidense en una relación de siete a uno.
Como es lógico la medida devaluatoria ha desatado en el mercado venezolano una escalada de aumento de precios, puesto que cada negocio industrial o comercial, grande o pequeño, necesitará más dinero para reponer sus inventarios a riesgo de descapitalizarse y caer en bancarrota.
El Gobierno de Chávez ha respondido clausurando establecimientos mercantiles y amenazando a sus dueños con expropiar sus negocios. Con esto y el inevitable aumento de precios que conlleva toda devaluación, el autócrata simple y sencillamente transfiere la factura al ciudadano común, quien con el alza de los precios será quien pague a costa de su bienestar.
Con lo anterior salió a relucir el discurso agresivo que genera enemigos en el imaginario colectivo, a fin de que el autócrata cohesione su base de apoyo social. Ayer fue el enemigo externo significado en el imperialismo yanqui, hoy es el enemigo interno concretado en los empresarios como delincuentes sociales que merecen ser despojados de sus negocios para que sean administrados por los trabajadores, como si tal cosa fuera posible.
Los analistas estiman que esta devaluación desatará una inflación del cuarenta y seis por ciento para el año que inicia, lo que es una catástrofe si consideramos que en tiempos de recesión, los efectos negativos de una tasa de inflación fuera de control se potencializan.
Hechos como el que es objeto de comentario obligan a los mexicanos a poner nuestras barbas a remojar, pues hemos vivido en el pasado crisis que derivan de una nefasta combinación de populismo y del espejismo de la riqueza petrolera que aparentemente están superados, pero que amenazan regresar de un momento a otro a hombros de los pequeños mesías que proliferan, si nosotros como ciudadanos por apatía lo permitimos.
El caso venezolano nos hace valorar nuestro apoyo al ejercicio democrático y a la disciplina financiera del Estado Mexicano, como ejes rectores de nuestra vida pública.