Si todavía mantiene la idea de asistir al juego inaugural del campeonato mundial de futbol en Sudáfrica, antes de emprender el vuelo, el presidente Felipe Calderón debe sentarse a solas en su oficina, analizar con la mayor objetividad posible la circunstancia nacional y tomar decisiones.
Puede ratificar o rectificar su postura y actuación frente al acontecer nacional, pero debe comunicarlo clara y expresamente a la nación para que ésta tenga elementos de juicio y tome también sus decisiones. Si asuntos mucho menores llevaban al mandatario a emitir mensajes televisivos, la situación del país obliga a informar del estado que guarda la nación. Informar es ofrecer datos duros y objetivos que permitan tener perspectiva, no es expresar deseos para nutrir ilusiones.
Por lo demás, si el mandatario todavía piensa ir a Sudáfrica, no resta más que desearle buen viaje.
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Si muchos de los viajes del mandatario no suscitan interés por cuanto que no responden a una política exterior, su estancia en Estados Unidos obliga a contar con un reporte serio.
Lo hablado y acordado con el gobierno vecino resulta central para decidir si debe o no mantenerse la estrategia nacional contra el crimen. Lo que se alcanza a ver no es halagüeño. El mandatario puso sobre la mesa el problema del tráfico de armas y, por lo que se vio, no puede esperarse una solución en el corto ni en el mediano plazo. El acceso a las armas en Estados Unidos se tiene como una "libertad" consagrada en la Constitución y, entonces, no se ve la hora que los vecinos tomen decisiones de fondo en la materia aunque, absurdamente, exigen mayor seguridad en la frontera.
Esa noticia no es buena como tampoco la divergencia que se advierte en el enfoque frente al problema de la droga. Allá se inclinan por abatir el consumo, acá por combatir el tráfico. En consecuencia, la ayuda ofrecida a través del Plan Mérida viene siendo una propina por el enfoque policial-militarista que acá se practica, donde absurdamente Estados Unidos facilita armas a los traficantes y exige combatirlos al gobierno mexicano, no sin agradecerle la gentileza de poner el campo de guerra y los muertos.
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El resultado de ese viaje lleva al replanteamiento del problema.
El presidente Calderón puede ratificar o rectificar su estrategia, pero es menester que lo diga claramente. No como parte de un discurso que nada tiene que ver con el foro donde lo pronuncia, no como parte de una entrevista a un medio extranjero del país a donde emprenderá su próxima visita, no como parte de una conferencia de prensa en el exterior para abordar asuntos interiores. No, como un mensaje a la nación donde ésta alcance a vislumbrar lo que sigue.
Puede parecer injusto recargar sólo en el mandatario la responsabilidad de informar sobre cuanto acontece con el crimen. Puede parecerlo, pero tanto desconfía el mandatario de sus colaboradores y tanto concentra y controla la información de su gobierno que no hay un funcionario a quien se pueda pedir esa rendición de cuentas.
El mismo mandatario declaró a la agencia Reuters que trae un problema de comunicación, pero aun reconocido ese hecho nada se hace al respecto.
Las declaraciones del secretario de Gobernación confunden más de lo que aclaran, las comunicaciones de la Procuraduría General de la República son un monumento a la desorientación, las conferencias de la Secretaría de Seguridad Pública son la reseña de una victoria imperceptible y el Ejército y la Marina no acaban de entender qué es eso de informar.
Por lo demás, con un portavoz presidencial mudo y sin un portavoz en el Gabinete de Seguridad, el presidente Felipe Calderón ha hecho exclusivamente suyo el deber de informar.
Después de la visita a Estados Unidos, se rectifica o ratifica la estrategia. No basta decir que se tiene acorralado al crimen. ¿Qué sigue?
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Vale insistir en la pregunta porque, a pesar del deseo, es evidente que la crisis nacional no ha tocado fondo.
Es evidente que la campaña electoral es un decir en más de una entidad: el crimen cuando no les marca el sendero, patrocina o amedrenta a los candidatos, sencillamente, les deja bien claro que ese distrito o municipio es suyo y no está sujeto a elección. Es evidente que cualquiera que sea la causa y el desenlace -ojalá sea el mejor- del secuestro de Diego Fernández de Cevallos su efecto repercute en la ya de por sí enrarecida atmósfera política. Es evidente que la diversificación de la actividad criminal golpea cada vez más fuerte la actividad económica. Es evidente que en el afán de ocultar errores cometidos por las Fuerzas Armadas, en vez de desvanecerlos los agranda y vulnera de más en más la confianza en el instituto armado y la credibilidad en el gobierno.
Todo eso es evidente como también lo que el más simple análisis del proceder del crimen organizado en otros países enseña, que lo peor está por verse. "Noticia de un secuestro" de Gabriel García Márquez o las "Crónicas de Alma Guillermo Prieto" son, hoy, una relectura importante. Muy probablemente, fechorías superiores están por verse.
Son historias y lecciones que no pueden escapar al cálculo presidencial.
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Estamos en la encrucijada donde la soberbia ni la inercia deben tener espacio, menos si éstas derivan del sentimiento de incomprensión que embarga a los gobiernos cuando, a pesar de su esfuerzo, no reciben el respaldo o al menos el beneficio de la duda que consideran merecer.
La comprensión de un problema o de una estrategia exige aportar elementos para entenderlo, eso es información. No todo puede ser spots, boletines de arraigos y decomisos, marometas para hablar sin decir. Si hay problemas de información, deben resolverse, antes de sentirse incomprendido y actuar sin tomar en cuenta a los supuestos beneficiarios de esa actuación.
Más allá del resultado del viaje a Estados Unidos, su solo balance pone en bandeja de plata al mandatario la posibilidad de rectificar o ratificar su decisión, su estrategia frente al crimen, pero eso exige informar cabalmente el estado que guarda esa guerra, cómo va, en qué punto se encuentra, qué frentes se abren, cuáles se cierran y cuál es la perspectiva.
Si el presidente Felipe Calderón no se toma un tiempo para sentarse en su despacho y evaluar la circunstancia nacional para, luego, comunicar debidamente su decisión, el próximo viaje parecerá más bien una evasión.
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Se viven tiempos extraordinarios -entiéndase por extraordinarios, calamitosos-, tiempos en los que, por su desgaste, las instituciones ya no hacen a los hombres, pero los hombres sí pueden deshacer lo que resta de ellas. ¿Qué sigue?
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