Aun cuando los consultores recomiendan al Gobierno no hacer caso a la crítica por la falta de estrategia en el combate al crimen y sugieren diversificar la actividad pública para lavar la sangre del piso de la República, está próxima la hora de formular una pregunta: ¿quién va cargar los muertos?
Con la mano en la cintura, al oficialismo le ha resultado fácil argumentar que los muertos en ese combate y los damnificados no cuentan ni importan porque, en su lógica, la inmensa mayoría de ellos algo tenía que ver con el crimen y entonces no hay por qué preocuparse. El razonamiento es simple, esas vidas -como en la canción- no valen ni valían nada.
Como quiera, entre esos muertos y damnificados hay personas -soldados y policías, oficiales y mandos verdaderamente entregados- que si algo tenían que ver con los criminales era su decisión de combatirlos, como también hay personas -civiles y servidores públicos- que sin nada que ver con el crimen, de un modo o de otro, se han visto afectadas.
¿Quién va a cargar esos muertos y damnificados?
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Se formula la pregunta porque la próxima semana comparecerá ante los senadores el elenco de funcionarios directamente involucrados en el combate al crimen.
A las instalaciones del Senado acudirán los secretarios Fernando Gómez Mont y Genaro García Luna así como el procurador Arturo Chávez, el general Guillermo Galván Galván y el almirante Francisco Saynez Mendoza y, aun cuando los senadores ya acordaron cerrar las puertas de esa reunión, no estará de más saber si algún legislador formula esa pregunta y si algún funcionario levanta la mano y dice: yo cargo con los muertos y los damnificados.
No se trata de formular esa pregunta desde la subjetividad derivada de la emoción y el dolor que toda guerra provoca. Se trata de saber con toda objetividad y cálculo social, político, económico y humano si la supuesta estrategia desarrollada por el Gobierno es la correcta y, a partir de la respuesta, estar ciertos de que se paga el precio justo por esa guerra.
Hace apenas unos días, el ex primer ministro británico Anthony Blair tuvo que dar la cara por haberse embarcado en la aventura bélica contra Irak. Responder si los muertos aportados por Gran Bretaña en esa guerra sin fundamento se justifican. Pues bien, el presidente Felipe Calderón debe responder si la guerra emprendida contra el crimen cuenta con la estrategia correcta y si sus saldos son los debidos.
En este punto brotan dos datos curiosos. El primero, al Senado acudirán como pares cinco altos funcionarios y ese solo dato refiere que, en la supuesta estrategia, no hay un capitán en el combate, un hombre que articule al resto. Son cinco, no uno. Si son tantos, entonces, el Senado debió convocar al presidente Felipe Calderón como comandante de esa guerra y someterlo a cuestionamiento.
El segundo dato, los funcionarios comparecientes están relacionados con la persecución criminal, ninguno con la prevención criminal y muchísimo menos con el bienestar social que garantiza la convivencia legal, civilizada y pacífica. De la composición de ese elenco se deduce el concepto estratégico de esa guerra que, absurdamente, pretende recuperar territorio sin ocuparlo. Esto es, detrás de los soldados, los marinos y los policías no van los maestros, los médicos y los empleadores que aseguren la convivencia civilizada en el territorio recuperado. A todas luces, falta un pilar en esa estrategia.
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Sin duda, los funcionarios llevarán las carpetas informativas que sus equipos y asesores les habrán preparado con esmero. Se escucharán de nuevo las cifras que supuestamente apuntan en dirección de la victoria.
Presumirán los laboratorios y sembradíos destruidos, el dinero decomisado, las armas cortas y largas arrebatadas, las aeronaves, las embarcaciones y los vehículos sustraídos, la incautación de los pesadísimos embarques de marihuana, cocaína, metanfetamina, efedrina y pseudoefedrina, y desde luego la impresionante cifra de detenidos, desglosada en jefes, lugartenientes, operadores y sicarios.
Qué bueno, pero no estará de más que aporten otros datos fundamentales: cuánto cuesta esa ofensiva, cuántas inversiones han emigrado, cuánto gasta la empresa en garantizar la seguridad de sus trabajadores y ejecutivos, cuántos empresarios han emigrado por falta de garantías a su integridad, inversión y patrimonio, cuántos empleos se han perdido... y una cifra más, que sin duda sería reveladora: de los millares de detenidos, cuántos han sido consignados y de éstos cuántos han recibido sentencia condenatoria.
Sin esas cifras cualquier balance de la guerra es subjetivo. Hay, además, un dato que quizá como proyección exista y que resultaría fundamental conocer. Así se podría determinar si, en verdad, se avanza en dirección de la victoria: cuánta droga no se detiene, cuál es el arsenal con que el crimen cuenta, cuál es el personal afiliado y contratado por el crimen. Sin esos datos, hablar de derrota o victoria es algo muy relativo.
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Es una pena que el presidente del Senado, Carlos Navarrete, justifique la secrecía en que se llevará a cabo la reunión.
En opinión de ese legislador, los temas relacionados con la seguridad nacional no deben ser motivo de "plática pública ni materia de conferencia de prensa". En otras palabras, el que la sociedad ponga el campo de batalla y sufra innegables daños no le concede el derecho a saber de la guerra donde frecuentemente queda en medio del fuego cruzado. Es una pena que, de pronto, podría traducirse en una complicidad.
Puede el Gobierno atender a sus consultores y emprender maniobras distractivas, abandonando la obsesión inicial de hacer del combate al crimen la razón de su existencia y cargarle la factura de la difusión de la violencia a los medios de comunicación. Como quiera, a más de tres años de haber emprendido esa ofensiva y en un momento en que la violencia y los daños lastiman brutalmente a la sociedad es hora de saber quién va a cargar con los muertos y los damnificados.
En el lapso que lleva esa guerra, la estadística reporta más de 15 mil muertos. De ellos, más de un centenar eran soldados y más de mil 350, policías. No hay dato firme de la muerte de civiles no criminales y, desde luego, tampoco de los daños sufridos por la sociedad así como por algunos servidores públicos indebidamente involucrados como en Michoacán. Al menos sobre esos muertos y esos lastimados debe haber un responsable. ¿Quién levanta la mano y explica si la sangre derramada deriva de una estrategia triste, pero correcta? ¿Quién carga con los muertos y los damnificados?