No sé, si las costumbres de esta sociedad en la que vivo han cambiado o soy yo el que se ha alejado de las cosas de Dios.
Quizá sea lo segundo, lo reconozco, porque cuando empiezas a caminar solo por el mundo y te cuestionas aquellas cosas y preceptos que te parecían inmutables, encuentras que no lo eran tanto y llegas a pensar que hasta había cierta dosis de engaño en lo que te obligaban a creer.
Yo crecí entre dos polos opuestos que me dejaron parado en el centro. Una madre de una religiosidad católica a toda prueba y un padre liberal, siempre abierto al conocimiento.
Me eduqué en una escuela confesional, en la que los dogmas apenas si eran eso, pues muchos de mis profesores, aun siendo curas, cuestionaban esos dogmas y hablaban abiertamente de las desviaciones de la Iglesia.
Pero vi en ellos lo que era la caridad y el voto de pobreza; su lucha constante por cumplir también con el de la castidad y nunca supe de un caso en el que alguno de ellos quisiera abusar sexualmente de un alumno.
Fueron dentro de todo, buenos profesores y guías.
No escuché jamás que criticaran a Juárez o nos indujeran a odiarlo; antes al contrario, llegué a escuchar que lo alababan, porque había hecho que la Iglesia retomara su verdadero camino; ese que perdió cuando les dio por acumular bienes terrenales.
Crecíamos bajo normas claras, pero Libres, sin grandes ataduras; y sobre todo, nos enseñaron a pensar.
Ahí aprendí que: "quien pregunta, es ignorante unos minutos. Y quien se queda callado, será ignorante toda su vida". Así que había que cuestionarlo todo.
Se hablaba en forma de religión, cuando acudíamos a los ejercicios espirituales. Pero iba el que quería y la mayoría queríamos, porque era un medio para convivir día y noche con los amigos.
Ahí sí se hablaba del pecado, como la acción con la que queremos ofender a Dios, pero si no hay intención de ofender no hay en realidad pecado. A mí me acomodaba esa fórmula, porque yo nunca he hecho nada con el ánimo de ofenderlo.
Pero la Semana Santa en la calle y en la casa, eran otra cosa. Entonces sí eran días de recogimiento y reflexión. Todavía resuena en mis oídos la voz de mi abuela Chonita, cuando el viernes santo pedía permiso para salir a jugar: "Cállese insensato. ¿No sabe que el Señor está tendido?". Era aquella una prohibición fulminante.
Ninguna diversión era permitida en esos días. No podía haber un solo motivo de alegría.
No sé si aún persista, pero hasta La Gloria, permanecía cerrada y si a alguien se le ocurría morirse, lo enterraban sin misa ni exequias. De plano, a hacer fila al cielo y a esperar a que San Pedro abriera de nuevo las puertas del paraíso.
La visita de los siete templos, las siete palabras y el pésame a la Virgen, eran rituales obligados, así tuviéramos que entrar y salir siete veces del mismo templo, como lo hacíamos en Viesca, porque nada más había una iglesia.
Hoy sé que Dios no está sólo entre esas paredes frías y esos amplios espacios. Sé que está en todos lados y que nos acompaña siempre.
Creo en el Dios justo y no en el que castiga sin misericordia y sin comprender nuestras debilidades y flaquezas. Creo que cualquier creencia es válida, llámese como se llame; y que todas las religiones pregonan el bien y que no hay sólo una "única y verdadera".
Creo con San Agustín, que podemos amar y hacer lo que queramos, porque quien ama no puede hacer el mal. Con todo y el libre albedrío, creo que Dios sólo quiere nuestro bien y nos guía hacia él.
Esto es en lo que creo y quiero seguir creyendo. Porque Dios está en cada uno de los seres que me rodean y está, por tanto, en mí, como ser humano que soy y por ser su creación.
Porque todo cambia, nada permanece. Pero cambia para bien.
Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".
