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Recuerdos de Navidad Navidad, tiempo de reflexión

Addenda

GERMÁN FROTO Y MADARIAGA

 S É que hay personas a quienes no les gusta la Navidad o esta época les trae malos recuerdos, por acontecimientos fatales que han vivido en esos días.

Pero, pienso que a la gran mayoría, como a mí, sí les gustan estas fechas y tienen grandes recuerdos de sus años de infancia.

Me agrada que las casas se llenen de luces y adornos navideños. Que la familia se dedique a poner el Nacimiento y esperen con verdadera ilusión la "noche vieja".

Cada vez hay más novedades, ahora venden hasta árboles de Navidad de color negro con luces integradas, que lucen fabulosos ya encendidos.

Los niños se emocionan y esmeran en mandar sus cartas al Niño Dios, esperando que les cumpla todos sus deseos.

Claro que la tecnología torna cada vez más sofisticados los juguetes. En otro tiempo, a uno lo conformaban con un trompo y un balero y ahora el juego más sencillo cuesta una fortuna.

No sé cómo le harán, ahora, los padres para satisfacer las demandas de los hijos, porque creo que unos padres, con una familia promedio, se pueden gastar más de veinte mil pesos en los regalos de Navidad.

Pero, vuelvo al punto, mi casa se llenaba de luces y aromas muy ricos. Si en algo no escatimaban mis padres era en eso.

Tengo muy presente que, una Navidad, mi padre exageró la nota y al no poder decidirse entre dos hermosos y frondosos árboles, optó por comprar ambos y los colocó a los lados del Nacimiento.

En mi caso, hubo tantos años en los que me porté tan mal, que juraba que iba a encontrar una bolsa de carbón junto al árbol; y sin embargo, nunca me faltaron juguetes y hasta una bicicleta.

Recuerdo muchas anécdotas de los tiempos navideños, algunas de las que todavía me río de buena gana.

A nosotros, nos ponían a dormir todos juntos en un cuarto, que mi abuela paterna custodiaba con celo de gendarme de cuartel. No dejaba siquiera que nos asomáramos a ver si ya estaban los regalos, porque desde esa habitación se podía divisar el árbol y el Nacimiento.

Estábamos tan excitados, que no podíamos dormir, pero no le ganábamos la partida; así permanecíamos hasta que el sueño nos vencía y para cuando despertábamos y nos asomábamos, ya estaban los regalos en el árbol.

Salíamos disparados a la sala ya sin la oposición de la abuela y comenzábamos a abrir los regalos, e inmediatamente íbamos a la recámara de mis padres a enseñarles lo que nos había traído el Niño Dios.

Una Navidad, mi padre olvidó sobre un ropero, un muñeco de Popeye que era para mí; y el entrar a su cuarto a mostrarles los juguetes lo vi con asombro y a mi padre no le quedó más remedio que decirme que en efecto lo podía tomar, pero que lo más probable "era que se le había caído de la bolsa al Santoclós, pues él era el encargado de cargar con esa bolsa de regalos que el Niño Dios entregaba".

Yo sentía que, para mi fortuna, le había arrancado un juguete más al descuidado de Santoclós.

Todos salíamos a la calle, muy temprano, a presumir los juguetes, pero nadie prestaba los suyos, aunque nos muriéramos de envidia por jugar con los del vecino.

Todo era algarabía y júbilo en aquel barrio. Las niñas con sus muñecas nuevas; los niños con rifles y pistolas; y por doquier había dulces que, ésos sí, compartíamos gustosos entre todos.

Con el paso del tiempo, las formas se van sofisticando y ahora hacen que los niños amarren sus cartas a un globo y en un día determinado los lancen al aire para que lleguen a las manos del Niño Dios.

Se sacan fotografías con Santa, aunque algunos se mueran de miedo namás de acercarse al viejo barbón. Y su figura está por encima de la del Niño recién nacido.

Había por aquel entonces, una bonita costumbre. Algunas familias invitaban a cenar, esa noche, a un niño humilde y le entregaban un bello regalo, semejante a los que entregaban a sus hijos. Era una hermosa forma de enseñar a compartir lo que Dios les había dado ese año. Pero quizá hasta eso se ha perdido ahora.

Aunque no es malo, no es lo mismo entregar simplemente juguetes a los niños humildes, que sentarlos a tu mesa a disfrutar de los exquisitos platillos preparados para la ocasión. Es mucho más formativo esto que lo otro.

Permanece, eso sí, la costumbre de acudir al templo en familia, a agradecer a Dios todas las bendiciones recibidas en el año que está por terminar. Aunque, en algunas iglesias, los curas cierran temprano para irse también a cenar en familia y llega uno y se encuentra con que el templo está cerrado.

A mí me enseñaron que: "primero es la devoción y luego la diversión", pero quizá ya haya cambiado la regla. ¿O será que mi abuela me engañó?

Me sigue gustando mucho ver las casas llenas de luces, los Nacimientos, aun los más irreverentes, como el de Brozo, en donde, por los tiempos que vivimos, tienen secuestrado al Niño Dios y los pastores traen "cuernos de chivo".

Me gustan las esferas, el musgo y el olor de la gobernadora. Los lagos con los patos y la cueva del ermitaño con el diablo sentado en su parte superior. Y hasta la mula y el buey me parecen hermosos.

Sólo falta la nieve, que le da un toque especial a estas fiestas. Pero en el desierto eso rara vez es posible y la verdad, no lo deseo mucho, porque sé que es motivo de sufrimiento para muchas gentes que no tienen dónde guarecerse.

Pero de que la gozo, la gozo, porque mi espíritu infantil se mantiene intacto a pesar del tiempo y los tantos pecados cometidos, que espero Dios me perdone el día del juicio final.

Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".

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