En 500 días con ella (Marc Webb, 2009), se revela un noviazgo destinado al fracaso.
Cientos de novelas y cuentos de hadas finalizan con la boda de ensueño. En el cine también abundan ejemplos de finales con velos y campanas, aunque cada vez sean menos las cintas que se animan a repetir el cliché. A fin de cuentas, para contar una buena historia de amor en la gran pantalla, no hacen falta el clérigo bonachón ni el arroz al aire.
Siempre habrá público para una historia de amor bien contada, que brinde de manera tradicional las satisfacciones de rigor: un meet cute, es decir un primer encuentro en circunstancias tiernas; luego, aparentes incompatibilidades; después, problemas que amenacen separarlos y para terminar, por supuesto, un final con beso. Ejemplos hay montones, desde comedias románticas taquilleras como Mujer bonita (Pretty Woman, Gary Marshall, 1990), hasta producciones de época con pretensiones literarias como Sensatez y sentimiento (Sense and Sensibility, Ang Lee, 1995).
Pero hay cintas que se salen de la ruta tradicional del romance hollywoodense y nos dan una visión más complicada o pesimista de una relación. No nos referimos a amores trágicos y heroicos, como los de Ghost: la sombra del amor (Ghost, Jerry Zucker, 1990) o Casablanca (Michael Curtiz, 1942). No. Hablamos de películas que enfatizan lo mundano de la atracción, la fragilidad del enamoramiento, las barreras insalvables y las uniones frustradas. Filmes que, pese a su visión sombría, el corazón reconoce como propios. Porque además de soñador se sabe vulnerable, falible y quisquilloso.
CASI UN FINAL FELIZ
Hay cintas que culminan en apariencia con un final feliz. Pero pese a que los amantes se han reunido, su historial y la intención de los directores nos dan serios motivos para sospechar de la solidez de la relación a futuro.
Billy Wilder, cuya genialidad fue reconocida en su momento y más que confirmada con el paso de los años, realizó en 1960 El apartamento (The Apartment), donde se narra cómo dos empleados de una corporación son usados sexualmente por sus jefes a cambio de mejoras marginales en sus quincenas. Él, C. C. Baxter (Jack Lemmon), un tipo bueno pero solitario, presta su apartamento para las aventuras sentimentales de sus superiores. Ella, Fran Kubelik (Shirley McLaine), es la elevadorista que se enreda con el jefe de Lemmon. Luego de malentendidos y desengaños ambos terminan juntos, pero sus sórdidos antecedentes y el pragmatismo del personaje de McLaine no son señales halagüeñas.
En 1967, con El graduado (The Graduate), Mike Nichols pareció darle voz a la siguiente generación. Con una visión rebelde y maliciosa, nos presenta la seducción de Ben Braddock, un joven graduado (Dustin Hoffman) a manos de la señora Robinson (Anne Bancroft), esposa de un amigo de sus padres. La inexperiencia del chico divierte sobremanera a la madura dama, pero el juego termina cuando su hija Elaine (Katherine Ross) vuelve a casa durante las vacaciones. La señora Robinson le exige a Ben que no se acerque a Elaine, lo que provocará el inevitable enamoramiento de ambos jóvenes. La película tiene una de las más celebres secuencias finales de la historia del séptimo arte, con misa interrumpida y huída en autobús suburbano. La inteligencia y mala leche de Nichols nos hacen permanecer con la pareja fugada mientras se disipa la euforia y asienta la ambivalencia.
Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Michel Gondry, 2004), propone un viaje fantástico entre las reminiscencias de un romance difunto. Dos amantes, Joel y Clementine (Jim Carrey y Kate Winslet), se han separado y acuden, cada uno por su cuenta, a una clínica que borra de sus memorias la vida que tuvieron en común. Joel se arrepiente a la mitad del proceso y trata de revertirlo, pero fracasa en su desesperada intentona y al despertar, la ha olvidado. La pantalla no lo muestra, pero podríamos suponer que el personaje de Clementine tuvo una aventura subconsciente parecida, pues por la mañana ambos acuden a la playa en que se conocieron. Parecen empezar un nuevo idilio, pero el director no les permite este nuevo arranque limpio y hace evidente que repetirán el ciclo una y otra vez. Quién diría que la suma de finales felices resulta en uno triste.
LO NUESTRO NO PUEDE SER
A veces la unión entre dos personas, por mucho que se desee, no es posible. Las causas pueden ser muchas, pero en el celuloide casi siempre es la misma: uno de los dos está casado.
En Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995) Robert Kincaid (Clint Eastwood) y Francesca Johnson (Meryl Streep) sostienen un romance extramarital casi accidental. Él, un fotógrafo de National Geographic. Ella, un ama de casa cuya familia está de viaje y que no puede reprimir un vago sentimiento de insatisfacción con su aislamiento. Aunque los amantes se encuentran del lado equivocado de la moral y las buenas costumbres, Eastwood, que también dirige el filme, se encarga de que los espectadores veamos con simpatía la relación y con genuino pesar la inevitable separación. Bajo una lluvia triste y en silencio, esa es la forma correcta de decirle adiós al amor de una vida.
En 2004 Richard Linklater llevó al celuloide la secuela de un experimento suyo. Con Antes del atardecer (Before Sunset) continúa la trama acerca de una pareja que se conoció nueve años antes, durante un viaje en tren y una tarde compartida en Viena. En esta segunda parte, que es aun mejor que la primera, Celine (Julie Delpy) y Jesse (Ethan Hawke) cuentan con unas pocas horas en París para revivir su breve encuentro anterior y sondear los sentimientos del otro. La película transmite con éxito una sensación de urgencia, a la que contrapone la delicadeza necesaria para no espantar al amor.
Pocas historias se atreven a avisarnos desde el inicio que el noviazgo que seguiremos está condenado al fracaso. 500 días con ella (500 Days of Summer, Marc Webb, 2009) lo hace. Apenas comienza nos damos cuenta de que Tom (Joseph Gordon-Levitt) es el único que está genuinamente involucrado. Summer (Zooey Deschanel) sólo se está divirtiendo y tomando impulso para iniciar otra relación. Y se lo advierte de muchas maneras, pero como buen enamorado, él sólo escucha lo que quiere oír. La cinta salta en el tiempo, pintando un mosaico heterogéneo con las altas y bajas del idilio. El efecto conseguido va más allá de la mera búsqueda de la originalidad, pues la alternancia de placer y dolor refleja de manera fehaciente la forma en que los recuerdos atormentan al despechado.
Para finalizar, un filme que contiene ocho historias: Realmente amor (Love Actually, Richard Curtis, 2003). Las dos que nos ocupan, posiblemente las mejores, involucran a un tercero en discordia que sacude una relación estable y armoniosa. Harry (Alan Rickman), editor de una revista, está casado con Karen (Emma Thompson). Llevan su matrimonio con buen humor e inteligencia, hasta que la muy guapa y joven secretaria de él inicia una ofensiva de lances nada sutiles. La falta de pericia extramarital del hombre lo lleva a ser descubierto antes de consumar nada, y da pie a una de las escenas más conmovedoras del cine romántico reciente, cuando Thompson reacciona al descubrimiento con una implosión contenida y silenciosa.
La otra trama nos lleva a la definición perfecta de la infidelidad platónica. Juliet (Keira Knightley) no tiene idea de los verdaderos sentimientos de Mark (Andrew Lincoln), amigo de su marido; incluso cree que la detesta. Hasta que contempla un montaje que hizo del video de su boda, en el que la cámara se centra en ella, descubre por qué evita encontrarla y mirarla a los ojos. A la joven le es imposible retribuir su pasión y siente que hace poco al darle un sólo beso. Ignora que para el amante platónico el reconocimiento de su devoción y un beso solitario son una recompensa inesperada, combustible para una larga y feliz autoconmiseración. Para el corazón hambriento las migajas son festín. Sabe que el amor perfecto sólo existe en las películas. En otras películas. Después de todo, basta con mostrar la reunión de la pareja y la vía libre a su futura vida en común, para que nuestro candoroso cerebro condicionado agregue, impúdico, la frase mágica: “Y vivieron felices para siempre”.
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