Supongo que para estas alturas del partido, L'Osservatore Romano, el periódico semi-oficial del Vaticano, ya debe tener una columna titulada "El escándalo de la semana". Y es que de unos años a esta parte la Santa Sede ya no siente lo duro sino lo tupido. Las revelaciones de abusos de todo tipo por parte de algunos curas, especialmente contra jóvenes y niños, y las numerosas historias de cómo se le echaba tierra a esos feos asuntos, han estremecido a la Iglesia Católica. No sólo por los crímenes cometidos por los prelados; sino porque pareciera haber existido una política oficial (en vista de lo extendido de la práctica) de proteger a los pederastas bajo un manto de impunidad. Con frecuencia, el sacerdote pedófilo sencillamente era cambiado a otra diócesis... donde seguía cometiendo sus fechorías.
Para fruncir lo arrugado, a uno de los consentidos del anterior papado, Marcial Maciel, le han salido más trapos al sol que a la carpa del circo Atayde. Resulta que tenía más de una familia, y hasta de ésa abusaba. Sólo falta que dentro de poco aparezca la revelación de que Maciel era antropófago y le iba al América.
Como era de esperarse, sobraron quienes arrojaron la primera, la segunda y la millonésima piedra a la Santa Madre Iglesia, acusándola de corrupta, solapadora, hipócrita y doble. Los jacobinos de siempre encontraron abundante munición para tirarle con todo a la religión (que nada tiene que ver) y a los religiosos (que tienen todo que ver). No pocos han alegado que las normas e instituciones eclesiásticas son directamente responsables del comportamiento criminal de los clérigos... y por tanto debería abolirse el celibato sacerdotal. Si bien yo estoy de acuerdo con esto último (debería ser voluntario, no obligatorio), no encuentro la relación causa-efecto. ¿No hay pederastas casados? ¿Succar Kuri había hecho votos de castidad? ¡Válgame!
Los escándalos han puesto de manifiesto varias cosas: la primera es que la burocracia más antigua del mundo, la Iglesia Católica, batalla horrores no sólo para adaptarse a los cambios; sino que tiene tiempos de reacción lentísimos. Lo que se suele llamar "control de daños", en el Vaticano tarda meses o años en movilizarse. Evidentemente no se dan cuenta de que en este mundo intercomunicado, la revelación de crímenes y pecados genera respuestas automáticas, que se difunden con enorme rapidez, y cuyo efecto se hace más grave a medida que no hay una respuesta pertinente. Y con frecuencia, como ocurrió con la reciente carta pastoral de Benedicto XVI a los irlandeses, esa respuesta se queda corta.
Otra cuestión que salta a la vista es que la Iglesia se sigue considerando por encima de las otras instituciones humanas. Delitos del orden común fueron tratados como asuntos "de casa"... incluso cuando empezaron a salir a la luz pública. Que una casta, institución o comunidad proteja a los suyos de sus propios errores, y de la acción y castigo por parte de elementos externos, no es nada extraño: lo vemos a diario en el ámbito político, en donde priva la norma de "indios contra indios no se vale". Pero en el caso que nos ocupa, se percibe una cierta soberbia, una notoria hubris, de la que se columbra que las autoridades civiles no tenían nada que hacer ni con los delitos ni con los delincuentes... como si estuviéramos en la Edad Media.
Una tercera conclusión que se puede obtener de los escándalos es que, pese a 300 años de modernidad (en Occidente; a México no ha llegado aún) y que el Estado laico ya tiene un buen rato entre nosotros, las jerarquías eclesiásticas continúan ejerciendo una influencia formidable, tanto entre los feligreses de a pie como entre las élites, políticas y económicas. Estas últimas no sé si por reflejo, siguiendo los usos y costumbres de tiempos pasados; o por el mero interés que impulsa a los poderosos a ponerse en la acera del mismo lado... que fue lo que ocurrió durante los siglos de los siglos. Amén.
Una cuarta cuestión, y ya chole, es que todo lo anterior, como decíamos antes, le sirvió de munición a los típicos comecuras y quemasotanas para pintar a la comunidad eclesiástica como pervertida, rapaz y corrompida. De repente uno parecía estar leyendo panfletos satíricos de tiempos de la Revolución Francesa, no periodismo en teoría moderno del Siglo XXI. Y claro, ello es no sólo inexacto sino injusto. Lo que hacen unos cuantos miembros de una comunidad no implica la culpa de todos. No se puede poner a todos los gatos en el mismo costal. Especialmente cuando siempre ha habido y sigue habiendo personajes que enaltecen su vocación.
Habría que recordarlo en estas fechas, en que se conmemora el treinta aniversario del martirio de Óscar Arnulfo Romero, Arzobispo de San Salvador, victimado por haberse desempeñado como el buen pastor que el Cristo pidió que fueran sus discípulos. Un ejemplo de conciencia, dignidad y compromiso.
La carrera eclesiástica de Romero no parecía apuntar en esa dirección. Cuando en los años sesenta la Teología de la Liberación (buscapiés soltado a consecuencia del Concilio Vaticano II y las evidentes injusticias que aquejaban a los católicos del Tercer Mundo) pretendía usar el marxismo para explicar y transformar la realidad (con todo lo que ello implica), Romero pintó su raya y se deslindó de esa visión. En parte por eso, se le tenía catalogado de conservador, cuadrado y seguidor de las reglas. Antes de ser Arzobispo, su acción social más notable parece haber sido apoyar la formación de grupos de la Benemérita AA, Alcohólicos Anónimos.
En 1977, para sorpresa de propios y extraños, fue nombrado cabeza de la Iglesia en El Salvador, en donde por esos días empezaba una espiral de violencia demencial. En un país con amplias capas de población campesina e indígena en la miseria, el poder económico y político estaba concentrado en 14 familias (en México, bendito sea Dios, son 500 las que controlan más de la mitad del PIB; qué aliviane). En los años treinta, decenas de miles de indios habían sido masacrados por el Ejército por pedir una reforma agraria (lo que en Centroamérica se conoce llanamente como "La Matanza"). Y en los setenta, los guerrilleros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional habían iniciado una campaña en contra de los represivos gobiernos salvadoreños. Para enfrentar la amenaza guerrillera, la derecha creó los Escuadrones de la Muerte, grupos paramilitares que desaparecían y ejecutaban a los sospechosos de "comunismo"... que podía ser cualquiera que se quejara de la represión y la injusticia.
Romero captó pronto de qué lado tenía que estar. Y aunque siguió repudiando el marxismo, condenó a los Escuadrones de la Muerte, criticó la complicidad del Gobierno en la guerra sucia, e hizo un llamado a los soldados salvadoreños para que obedecieran a su conciencia y no a sus superiores. Ésa fue la gota que derramó el vaso.
El 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba misa, un francotirador lo mató en plena asunción del cáliz. El responsable fue Roberto D'Aubuisson, quien luego fundaría ARENA, el partido derechista que estaría 20 años en el poder. Ni él ni los otros conjurados fueron nunca juzgados ni castigados.
La muerte de Romero conmovió al país y al mundo. Su funeral ha sido uno de los más concurridos en la historia de América... y durante él, las fuerzas del Gobierno dispararon sobre la multitud. Aquello fue el punto de quiebre. Como dijo luego una guerrillera salvadoreña: "Nos tuvimos que ir a la selva. Si lo habían matado a él, ¿quién podía estar seguro?" Lo que siguió fue una terrible guerra civil de 12 años, que devastó al país.
Por simple sentido de la justicia habría que exaltar a los Romero, los verdaderos cristianos; y dejar de emparejarlos con los Maciel y fariseos de su jaez.
Consejo no pedido para estar en olor de santidad: Vea "Salvador" (1986) de Oliver Stone; "Romero" (1989), con Raúl Julia; y "Voces inocentes" (2004) de Luis Mandoki, filmes emblemáticos del martirio del pueblo salvadoreño. Provecho.
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