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Sectarios y maiceados

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Hace cuatro años, al calor del conflicto electoral, el candidato victorioso en el Distrito Federal salió en defensa del caudillo que gritaba ¡Fraude! Había que estar con él sin reservas, es decir, sin los obstáculos de la reflexión y de la autocrítica. Ya para entonces se desvanecían sus pruebas y se mostraba la incongruencia de sus denuncias, pero el político capitalino debía mostrar una lealtad a prueba de razones. No solamente había que estar de su lado sino secundarlo en sus hostilidades. Quienes advertían que la elección había sido legal, no solamente estaban equivocados: eran corruptos. Para Marcelo Ebrard la mera defensa del proceso electoral era prueba irrefutable de inmoralidad. Así lanzó su acusación contra quienes habían firmado un desplegado defendiendo la legalidad de la elección. "Hay una carta firmada por 100 personas quienes andan diciendo que ya se contaron los votos; a ellos les decimos que abran los ojos y cierren las carteras porque las evidencias del fraude sobran." Ebrard no razonaba su desacuerdo con los firmantes ni ofrecía argumentos para la deliberación. Simplemente invocaba lo incuestionable: sobran evidencias. Eso sí, deslizaba la acusación de corrupción.

La fórmula que empleó era accidentalmente acertada. Abrir los ojos y cerrar la cartera: una buena síntesis de la retórica del sectario. La probidad de los otros depende de su coincidencia conmigo. Ése ha sido durante años el núcleo de la perorata lopezobradorista. Es hombre digno quien apoya al Movimiento, el discrepante es un pillo-o un ciego. Quien abra los ojos no tendrá más remedio que reconocer el cuadro que yo veo. Todo es evidente. Ésta es la realidad y nadie que tenga ojos y que sea honesto podría observar algo distinto. Quien esté sinceramente dispuesto a conocer la realidad coincidirá conmigo. Si aparece alguien que describa un panorama diferente, no lo hará por estar situado en otro sitio o por tener información diferente o por encaminarse a otros rumbos. Si habla de otras formas o de otros colores, habrá sido corrompido por las fuerzas del mal.

Celebro que el hoy alcalde de la Ciudad de México encare al soez calumniador que lo acusó de haber sobornado a los ministros de la Suprema Corte de Justicia. Pero no deja de tener gracia que él haya arrojado aquella piedra. Idéntico abuso había cometido él hace unos años al haber acusado a los escritores de haber sido maiceados. Las expresiones de Ebrard y Sandoval son paralelas porque provienen de la misma fuente: la retórica del sectario. En la mente de Sandoval no hay espacio para que alguien, con honestidad, defienda la monstruosidad del matrimonio entre homosexuales y mucho menos que legitime la aberración de que esos enfermos adopten a un menor. Esas espantosas transgresiones al orden natural no pueden ser consentidas por una persona de razón que actúe moralmente. Como los ministros son personas inteligentes, no queda otra explicación que su corrupción. En el lenguaje de Ebrard: los ministros cerraron los ojos para abrir la cartera.

La calumnia de Sandoval cae como un obsequio exquisito al alcalde del Distrito Federal. El ambicioso ha encontrado reflectores y conflicto para proyectarlo como un hombre de futuro frente a un potentado de la Iglesia Católica. Gracias al pleito, el centrista puede ubicarse como promotor de las causas de una izquierda contemporánea y defensor del Estado. Al demandar al prelado, el héroe del Estado laico declaró enfáticamente que las calumnias no pueden transcurrir sin acción jurídica alguna. En buen momento lo reconoce.

Ojalá la demanda que ha interpuesto el jefe de Gobierno sirva para exhibir la prepotencia de un hombre que ha hecho profesión del falso testimonio y para ponerle, de cierta forma, un freno. Pero, más allá de eso, el paralelo de las dos descalificaciones debería llamarnos a pensar sobre las inercias de nuestra deliberación. La sociedad pluralista no puede seguir atada a una perspectiva unitaria de la moral que tacha el desacuerdo como indecencia. El desacuerdo no nace por la fractura moral del discrepante, no brota de la indignidad ni del soborno. Hay desacuerdo porque hay valores distintos, proyectos distintos, perspectivas distintas. Y también porque nos equivocamos. Y aún ahí hay que advertir que los errores de juicio no son fallas morales.

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