E S una mafia lo que hay allí" fue la expresión utilizada por Hugo Chávez para referirse nada menos que a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. "Lo que nosotros deberíamos hacer es denunciar el acuerdo a través del cual Venezuela se adscribió o como se llame a esa nefasta Comisión...". Esa fue la reacción del colérico presidente ante las denuncias de la CIDH de intolerancia política, violencia contra sindicalistas y campesinos, incluidas mujeres de ese país, todo propiciado por su régimen. Esa es la izquierda progresista del continente que coarta la libertad de expresión, reprime a los más pobres y, por si fuera poco, da marcha atrás en la lucha en favor de los derechos humanos. En México se guardó un silencio sepulcral frente al hecho.
Pero resulta que el señor Chávez ha tenido a bien autodesignarse y ser designado simbólicamente como el heredero del más longevo de los grandes dictadores del continente y del mundo: Fidel Castro. En Cuba, no es novedad, los asuntos de los derechos humanos tampoco han sido bien vistos por ser contrarios a los designios supremos de la Revolución. La hermosa isla ha rechazado el concepto civilizatorio más importante de los últimos 250 años. Orlando Zapata, un albañil de 42 años murió después de siete años en prisión y 85 días de huelga de hambre. Su error haber "faltado al respeto" al dictador, agravio que le valió condenas acumuladas por varías décadas. Jean Valjean, el gran personaje de Víctor Hugo en Los Miserables, robó una hogaza de pan para sus sobrinos hambrientos. Zapata tuvo la osadía de gritar "Abajo Fidel".
Pero Orlando Zapata no es un caso aislado, por el contrario pertenece a la constante, él fue víctima de la llamada "primavera negra" del 2003 en que 75 ciudadanos cubanos fueron apresados y condenados a tres décadas de prisión por "conspirar" en contra de la Revolución. Atrás están los casos documentados de represión histórica a la disidencia cubana con todo el terrorífico aderezo de las torturas y muertes de los "enemigos de la causa", enemigos definidos por el dictador y sus alfiles.
Tampoco se puede olvidar la represión de los homosexuales que ha sido una política tradicional del régimen. Pero lo más grave es que, aunque Castro va de salida, el castrismo ha cobrado nuevos bríos en el siglo XXI. Dos causas son responsables del hecho.
La primera son los seguidores abiertos, la pandilla comandada por Chávez: Morales, Correa, Ortega y amigos que han modificado sus constituciones, contra todo principio jurídico de relevo democrático, para poder así abrirse las puertas de la historia siguiendo el ejemplo de Castro.
Pero la responsabilidad también corresponde a los corifeos que, por omisión sistemática, alimentan un discurso de tolerancia hacia el régimen cubano y sus horrores como mecanismo de compensación frente a los latidos imperiales del norte. Lo mismo ocurre con la Unión Europea cuya política de diálogo con el régimen cubano termina por ser un velo que oculta las atrocidades. ¿No es acaso posible tener una política firme en la defensa de los derechos humanos sin que esto implique una cesión al imperio? Se trata de un auténtico garlito: ser tolerante del horror nos convierte en cómplices. ¿Acaso la complicidad nos da mayor autoridad moral frente a Estados Unidos? No. ¿Qué ganamos? Utilizo la primera persona del plural porque cómplices habemos varios.
Lo es Lula al ni siquiera cancelar su visita el día de la muerte de Zapata y abrazar sonriente a los hermanos Castro como si nada estuviera ocurriendo en la Isla. Pero también lo es el Gobierno mexicano. Las confrontaciones por estos temas nos generaron tensiones en muchos países. El presidente Calderón y su canciller decidieron, y lo han logrado, recuperar las buenas relaciones con el área latinoamericana.
Pero ¿cuál es el límite? Por qué tuvimos que convertirnos, al ser anfitriones, en padrinos de un discurso antiyanqui como escudo ideológico del horror. Por qué aceptar los caprichos del ventrílocuo Chávez y no invitar al presidente formal de Honduras en una lógica de conciliación en que los principios parecen deslavarse.
El dilema no es sencillo. Si México se convierte en un adalid en la defensa de los derechos básicos de todo ser humano deberá soportar dos tensiones. La primera provendría de las relaciones con nuestros vecinos del sur y en particular con Cuba y Venezuela. La segunda tensión vendría de que, al elevar las banderas nos convertimos en sujetos altamente observados y criticados. Eso ha ocurrido en beneficio de los mexicanos, es una de las grandes aportaciones de la globalización política, ser observado. La otra tentación, la de bajar los niveles de exigencia y convertir el tema de derechos humanos en uno de segunda, nos facilita nuestra convivencia hacia el sur, pero nos la dificulta con el resto del mundo y al interior nos degrada.
A la larga no hay retorno, es ir contra la historia: compañeros incómodos o comparsas y cómplices.