A Ntes de abrir la puerta escuché los balazos. Al entrar vi cómo el cuerpo del hombre resbalaba del muro hasta caer en el charco de su propia sangre. Los otros, no alcancé a ver cuántos eran, disparando por las ventanillas de una Cherokee gris, huyeron mientras mi Querubín; en su sillón y sin chaleco antibalas, roncaba plácidamente frente a la televisión.
Aprovechando su sueño profundo, cambié de canal... para ver más de lo mismo: pistolas, balazos, malditos que amenazan, torturan, golpean; y cuando les sobra un tiempito tienen sexo explícito y animal con quien se deja.
Las altísimas dosis de violencia y pornografía que consumimos diariamente, han conseguido llevarnos a la atonía, a la anomia que hace posible que miremos en nuestro propio hogar, las peores ignominias sin inquietarnos ni siquiera un poco. Hoy, hasta las mejores familias viven entre decapitados, ahorcados, y balaceados; cuando no con el hedor de los miles de muertos que dejan las eventuales catástrofes naturales como terremotos o inundaciones, que desde cualquier parte del mundo, nos trae a domicilio la televisión, que ya no es casera porque hace un buen tiempo que ganó la calle y se apersonó en los espacios públicos, desde donde en una o varias pantallas nos informa lo que quiere y como quiere, y nos programa para consumir lo que nos vende.
Nadie me quita de la cabeza que ese aparato, aparentemente inofensivo, ha tenido mucho que ver en la obesidad de los mexicanos, quienes desparramados horas y horas con la neurona en blanco y en total indefensión física y psicológica, deben enfrentar las provocaciones de comer y beber con que la pantalla los bombardea.
Pensarán ¿pensarán? que no importa cuánto coman porque cambiando el canal encontrarán también la oferta de pastillas y ungüentos mágicos para adelgazar. Ahora que estamos celebrando los doscientos años de independencia de la corona española, se me ocurre que tendríamos que pensar seriamente en independizarnos también de la dictadura de la televisión, que la verdad, no está ayudando a formar una sociedad mejor.
Y para colmo, el poder político que casi todas las televisoras del mundo han adquirido, es ya irreductible. Sin duda el más fuerte e importante de todos los poderes; por lo que nuestra democracia no podrá madurar ni fortalecerse mientras el voto de la mayoría dependa de quienes posicionarán al candidato que mejor convenga a sus intereses.
Mucho me temo que en esta ocasión favorecerán al galancito mejor peinado. En 1992, ya existía en el mundo un millón de millones de televisores. Si excluimos a los marginados, la televisión cubre, a donde llega, casi el cien por cien de los hogares donde el hombre, como animal que goza, nunca ha estado tan gratificado y satisfecho como lo está frente a la pantalla que lo acompaña, lo divierte, y le ofrece la posibilidad de participar en las más descabelladas aventuras sin moverse del sillón, sin correr ningún riesgo ni adquirir ninguna responsabilidad.
Lástima porque a largo plazo los tele-dependientes tendrán que afrontar el hecho de que lo que hicieron con su tiempo, es lo que hicieron con su vida. Y conste que no estoy condenando la televisión, descendiente directa de la bola de cristal que nos permite ver lo que está sucediendo en cualquier parte del mundo, en el preciso momento en que está sucediendo; aunque tengo serias dudas de que nos sirva para algo el exceso de información desordenada y manipulada que nos ofrece.
Sé que nadie apagará la tele por lo que aquí escribo, pero como soy necia, insisto: ahora que empiezan a volver de sus vacaciones para preparar el regreso a clases, por favor, no se desparramen frente a la pantalla.
Yo sé que vienen cansados porque no hay nada más agotador que vacacionar, pero de vuelta en casa que es el único lugar donde realmente se descansa, ahí, en su pequeño mundo íntimo, renueven el contacto con los amigos, métanse hasta la cocina y hagan un biscocho, descorchen un buen vino, y mientras lo beben escuchen esas cinco mil piezas de música que guardan en su Ipod, lean el libro que llevaron a la playa, pero que no tuvieron tiempo de abrir; o simplemente pasen la aspiradora por los rincones de la casa; siempre será más vital y divertido eso, que matar el tiempo frente al televisor.
Y para terminar, voy a compartir con ustedes un secreto: aprovechando la obsesiva tele-adicción de los hombres, las mujeres estamos tomando las riendas del mundo.
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