A Unque la alternancia política llegó a Torreón hace ya más de una década, la mayor parte de los ciudadanos no disfruta aún de los beneficios que supuestamente traería.
Con la alternancia, se dijo, el partido en el Gobierno Municipal estaría obligado a desempeñar su mejor papel para convencer a los electores de su superioridad en el manejo de la cosa pública de la ciudad. Sin embargo, si preguntáramos a los torreonenses "de a pie" si creen que viven hoy mejor que hace diez años, me temo que difícilmente encontraríamos a alguien que diera una respuesta afirmativa. Entonces, ¿dónde quedaron los beneficios de la alternancia?
El cuatrienio del panista José Ángel Pérez dejó un muy mal sabor de boca a la mayoría de los pobladores. La necedad, la falta de planeación, el desorden administrativo y las promesas incumplidas marcaron a un ayuntamiento que terminó por desacreditar al partido del que emanó.
Muchos votantes, sobre todo los no identificados con un partido, decidieron cambiar de colores y, luego de siete años de hegemonía del PAN, dieron de nuevo la oportunidad al PRI de gobernar Torreón, de la mano de un cuestionado político-empresario, Eduardo Olmos Castro, criticado por su proclividad a abandonar los cargos al poco tiempo de haberlos asumido. La única virtud que muchos electores vieron en él fue la subordinación mostrada hacia los designios del gobernador del Estado, Humberto Moreira Valdés, bajo el supuesto de que el municipio "ahora sí" iba a recibir el apoyo estatal "negado" durante los cuatro años anteriores.
Pero el cambio de gobierno local, aun y con el "apoyo" dado por el primer mandatario de Coahuila, ha sido insuficiente para mejorar la calidad de vida de los torreonenses. En los poco más de cinco meses que tiene Olmos al frente de la alcaldía, la percepción generalizada es que la situación no sólo no ha mejorado, sino que, incluso, en varios aspectos ha empeorado. Para algunos aún es temprano para juzgar el desempeño de la actual administración. No obstante, los indicios que muestra no permiten marcar una diferencia sustancial con su antecesor. Se cometen los mismos errores, se incurre en las mismas omisiones.
El deterioro de la vida pública en la ciudad en la última década es la prueba más fehaciente de lo falsa que ha sido hasta hoy la gran promesa de la alternancia. Y ese deterioro se debe en gran medida a dos factores: la creciente inseguridad pública, y el desordenado crecimiento urbano. Ambos problemas son producto de la falta de visión de las autoridades, ya sean surgidas del PRI o del PAN, del desdén mostrado hacia los ciudadanos, de la corrupción y, en última instancia, de la incapacidad para ejercer un liderazgo en la sociedad.
En cuestión de una década, Torreón ha pasado de ser una ciudad relativamente tranquila, en donde los policías consumían sus horas de trabajo atrapando (y "mordiendo") a delincuentes de poca monta o cometedores de faltas administrativas, a ser una urbe en donde la gente común tiene miedo de salir a la calle y en donde la policía no representa ninguna garantía. Balaceras, homicidios, secuestros y asaltos forman parte de la historia cotidiana de esta ciudad. Si antes era raro conocer a alguien que hubiera sido víctima de cualquiera de los delitos antes citados, hoy lo más común en los hogares y centros laborales es escuchar las pláticas relacionadas con nuevas víctimas de la delincuencia.
Y las cifras refuerzan esta percepción: de 2009 a 2010 el número de denuncias, por cualquier tipo de robo, ha aumentado en un 35 por ciento, considerando los cinco primeros meses del año. De enero a mayo se denunciaron en la delegación de la Fiscalía General del Estado 3 mil 311 delitos patrimoniales, un promedio de 21.9 al día.
Las consecuencias sociales de esta imparable ola de violencia son el miedo, la desconfianza, la desilusión y hasta la depresión. La esperanza es hoy el activo moral más escaso en nuestra ciudad. "¿Cuándo se va a acabar esto?", es la pregunta que cierra toda relación de un nuevo hecho delictivo de gran impacto.
Pero mucho antes de que la seguridad se degradara a los niveles que vemos ahora, otro problema crecía al amparo de la negligencia de las autoridades: la desordenada expansión de la mancha urbana. Pese a los planes rectores de desarrollo de la ciudad, el crecimiento de ésta se ha dado sin regulación ni control. Una clara muestra de lo anterior la encontramos en la insuficiencia de áreas verdes y espacios públicos que brinden a las familias una oportunidad de sano esparcimiento y amable interacción.
Según datos de la Dirección de Medio Ambiente, en Torreón se tiene un promedio de 3.5 metros cuadrados de áreas verdes por habitante, muy por debajo del parámetro recomendado por la Organización de las Naciones Unidas, que es de 10 metros cuadrados por habitante. A este déficit hay que sumar el estado deplorable en el que se encuentran la mayoría de las plazas y parques de las colonias. El rezago y abandono en esta materia es tal que ni con los cuatro grandes proyectos impulsados por las autoridades estatales y municipales (Metroparque, Gran Plaza y dos bosques urbanos) se lograría disminuir en forma considerable el déficit.
Una sociedad sin espacios de este tipo es más propensa a la descomposición de su tejido, a desarrollar vicios y a generar delincuentes. Una cosa nos lleva a la otra.
Seguridad y planeación urbana han sido las grandes fallas de los gobiernos municipales de Torreón, con todo y la alternancia, la cual ha resultado hasta ahora inútil para la mayoría de los ciudadanos. Porque mientras los partidos están cada vez más lejos de la población a la que dicen representar, los ciudadanos que no se sienten representados no se han decidido a actuar con determinación para hacerse escuchar. La pregunta es obligada: ¿qué estamos esperando?