A estas alturas deberíamos saberlo: el oxígeno de la alternancia se disipa pronto. Si no encuentra una nueva forma de ser eficaz, la fiesta preludia frustración. No hay duda de que el relevo de partidos refresca la vida política, pero el cambio puede ser raptado pronto por rutinas subterráneas. Deberíamos saberlo después de Fox. Las elecciones fundan una democracia pero no le imprimen solidez. La jornada reciente merece celebración porque conquista el Gobierno de esa aritmética en territorios sustraídos de la competencia, pero requiere también cautela: tras la suma recta de los votos, emerge el mismo desafío nacional: el reto de la gobernación en democracia.
La coalición de los extremos fue extraordinariamente audaz. No debe pasarse por alto ese arrojo en el contexto de la política timorata. Muchos riesgos corrían los arquitectos de esta alianza de la izquierda y la derecha. Nada garantizaba su éxito electoral; podían resquebrajar a los partidos: quedarse cortos y quedar cortados. Y sin embargo, la estrategia demostró éxito. Hace unas cuantas semanas se hablaba del PRI como un ferrocarril imparable. Hoy se ha instalado de nuevo la atmósfera de la incertidumbre. En elecciones, los partidos dejan de caminar en solitario. Han aprendido a pactar para competir, pero no saben pactar para gobernar. Todas las combinaciones cromáticas han desfilado en las boletas electorales. Nuestra política electoral es modular: las piezas se juntan y se separan con facilidad, a conveniencia de sus gestores. Pero nuestros gobiernos siguen siendo monolíticos. La clase política ha aprendido a ensamblar coaliciones electorales exitosas; no ha intentado siquiera conformar coaliciones gobernantes eficaces. Ahí está el reto de los gobiernos emanados de la alianza de las puntas.
Las elecciones recientes rompen un monopolio antiguo y abusivo. Que estados como Oaxaca y Puebla vivan la alternancia es una oportunidad valiosa de renovación. El relevo de partidos podría (sólo es una posibilidad) romper la perversa imbricación de Gobierno con los órganos del poder, las instancias de representación social y los mecanismos de información y crítica. La alternancia puede sacudir estructuras, puede abrir espacios de autonomía pero puede también (ya lo sabemos) dar garantías de impunidad, al tiempo que pierde instrumentos de eficacia. Las elecciones, por históricas que sean, no terminan de destruir lo que hay que desmantelar, ni empiezan a construir lo que hay que fundar. Hiladas por una antipatía, las coaliciones antipriistas necesitan demostrar que las mantiene una disposición de trabajo.
A pesar de la sensación esperanzadora, los aires que se han respirado en estos días han sido antiguos. Los pasos que hemos dado hacia delante son de antier. Todas estas noticias las hemos escuchado ya. Desconfianza en las elecciones; árbitros parciales, coaliciones antipriistas y soberbia del PRI. Hay quien ha visto las elecciones recientes como muestra de una democracia que se consolida. Las veo distinto: como la restauración de la transición. El signo de un país que no logró asentar los cambios democráticos en todo su territorio y que no ha sabido dar los siguientes pasos, tras haber fundado la confianza electoral. En la segunda década del siglo XXI regresa la retórica de la última década del siglo XX: todos, sin importar las ideas ni las propuestas, contra el PRI; las elecciones como alfa y omega de una democracia sin adjetivos; los votos limpios de las oposiciones y los votos sucios de los priistas; la alternancia como el instante fundacional de la nueva república.
La retórica no es, por supuesto, caprichosa: obedece a una realidad política innegable. Si pudo concretarse la excentricidad de las alianzas fue porque, con el debilitamiento de la Presidencia y el Gobierno central, el autoritarismo se convirtió en un fenómeno subnacional. La alianza de la izquierda y la derecha -fenómeno extraordinario, pero legítimo en democracias- expresa esa urgencia de recomponer la base de la vida política en estados dominados por el caciquismo. No deja de ser indicador de una transición restaurada el hecho de que los personajes que combaten al PRI provengan (otra vez) del PRI. Débil es aún, la formación de cuadros en sus alternativas. Tal parece que la única forma de derrotar al viejo partido hegemónico sigue siendo a través de sus escisiones internas. Lo que es electoralmente eficaz puede ser políticamente infértil -si lo que se busca es la transformación de los hábitos.
Y así regresamos una vez más al cuento viejo y a los viejos cuentistas de la transición y la magia de los votos. No pretendo demeritar el acontecimiento, advierto que el cuento ya lo oímos y acaba mal. Si, en tributo a la clase política, nos vuelve a capturar la hechicería del voto, volveremos a olvidar la urgencia de imprimirle eficacia al pluralismo.